Esta tumba, hoy, insensiblemente abandonada a su suerte, era un lugar de peregrinaje en masa y homenajes con canciones, flores y encendidos discursos el 16 de febrero, cada año, hasta que a un Gobierno con ideas avanzadas se le ocurrió una singular y brillante iniciativa que consistiría en llevar los restos venerados al Panteón Nacional.
Una Comisión de Exaltación creada por la Ley Núm. 4-13 del 15 de enero de 2013 fue designada para organizar los actos de Estado concernientes a tan alta ceremonia. Todos los permisos fueron firmados y tramitados correctamente. El patriótico homenaje también serviría como fundamento cívico para venerar la memoria de otros mártires caídos.
La Patria amada y el despliegue de la bandera tricolor, con la Biblia abierta en el centro del escudo, por las que ofrendó su vida, finalmente, harían el grande y justiciero homenaje postergado por décadas.
Así que, sin pérdida de tiempo y con gran fervor, se procedió de acuerdo a la promulgación de la ley. Los ministros, dignatarios, embajadores de países amigos de la región y familiares vivos de la Raza Inmortal recibieron invitaciones. Era un honor que asistieran al solemne acto para exhumar los restos y llevarlos a su nueva morada.
En el proceso, antes del día indicado, alguien con autoridad dio la voz de alerta. No se trataba de los verdaderos restos de Caamaño. Hubo que hacer complicadas y exhaustivas pruebas a cargo de excelentes patólogos forenses, antropólogos y peritos de ADN; y, efectivamente, el resultado era contrario, incontrovertible y amargo. No se trataba de los huesos del heroico difunto.
La verdad era terrible y dolorosa: la osamenta del oprobio pertenecía a dos advenedizos. Despojos infelices y anónimos, sin ningún valor. Ni siquiera la fecha de los huesos pertenecía al año en que la historia consigna la muerte del legendario coronel caído en las montañas de Nizaíto.
¿Quién del gobierno de aquella era repudiada dio la orden para proferir tan oprobiosa afrenta? ¿En qué lugar borrascoso y miserable se ocultan las manos culpables del agravio? ¿Qué castigo merecen los responsables y cómplices de mancillar de esa forma tan cobarde la memoria de un patriota?
La comisión oficial del fracasado homenaje —todos los integrantes humillados y ofendidos, burlados en su noble e histórico propósito—, ordenó abrir por segunda vez el sepulcro para regresar la osamenta exhumada. Y desde entonces esa tumba se volvió la más solitaria, en completó desamparo, orillada de forma indolente en el cementerio de la avenida Máximo Gómez.
En el sepulcro, colocada justamente en el centro de la lápida, hay una losa de mármol gris donde apenas se puede leer la frase de un epitafio promisorio y esperanzador que el embate del tiempo y el implacable abandono lo corroen de manera silenciosa y feroz. Allí, ahora, sin que le importe a nadie, duermen el sueño eterno los restos de dos extraños. Son huéspedes en privilegiado y secreto cautiverio que hasta la fecha permanecen allí, sin identidad.