No obstante su apariencia teórica, a las grandes discusiones sobre Derecho Constitucional suele subyacer una discusión política concreta.
Es lo que ocurre en estos momentos con el proceso de reforma constitucional que realiza el hegemónico partido gobernante en México.
La reforma incluye la elección de los jueces por medio del voto directo. Argumento recurrente a favor de esto es que los jueces, que carecen de legitimidad democrática directa, se han opuesto a cambios muy deseados por la población votante. En la doctrina constitucional esto se conoce como “problema contramayoritario”.
La solución presenta un problema, obvio a mi parecer. Y es que, si bien es cierto que en una democracia la soberanía recae en el pueblo, existe una diferencia entre los actos de soberanía, que son extraordinarios, y los actos de gobierno, que son los que deciden el día a día y las políticas públicas que ejecuta el Estado.
De tal forma que el hecho de que los jueces no respondan a la cambiante opinión pública es bueno y necesario para que sirvan de contrapeso en la dinámica que produce y ejecutan esos actos de gobierno.
Someter a los jueces al voto disminuye esa capacidad y, por lo tanto, es nocivo para el sistema constitucional y para la democracia misma.
Muchos doctrinarios respetabilísimos del Derecho Constitucional latinoamericano han avanzado el argumento de que estas reformas constitucionales pueden ser detenidas por el Poder Judicial actual.
Algo a lo que el partido gobernante de México ha respondido con más reformas constitucionales para impedir que así ocurra.
Desde mi perspectiva, es erróneo confiar a los tribunales la detención de las reformas, por dos motivos. Primero, porque es una vía ineficaz que no logrará el objetivo.
Segundo, porque el único resultado será la unión de lo peor de dos mundos: la reforma pasará y los jueces serán elegidos por el voto popular; pero, además, se fortalecerá el argumento de que están legitimados para apropiarse de la capacidad de reformar la Constitución.
Esto lo debemos valorar tomando en cuenta que los tribunales también son cómplices frecuentes de los autoritarismos.
La salvación de una democracia no está en los tribunales, sino en el camino largo de la política. Lo que sucede en México no desaparecerá por fíat judicial, sino por la recuperación del espacio político por los demócratas.