Uno de los pilares para alcanzar el desarrollo de una determinada sociedad radica en su fortalecimiento institucional, en virtud de que ninguna nación débil podrá ser considerada desarrollada, justa, solidaria y equitativa.
En el caso de la República Dominicana, resulta evidente el déficit institucional, al punto que, da la sensación de que no existen la separación y el equilibrio de los poderes públicos.
El Poder Ejecutivo pulveriza literalmente al Legislativo y el Judicial, imponiendo su fuerza, incluso, por encima de la supremacía constitucional.
Una muestra se observa en la cruzada del Tribunal Constitucional en procura de que el Ejecutivo cumpla con alrededor de un centenar de sentencias emanadas de ese órgano. Los reclamos públicos han sido infructuosos; parece que la anomia social se ha apoderado de la sociedad dominicana.
Otra situación preocupante radica en la enorme cantidad de presos preventivos. Para la mayoría de éstos no ha valido estar favorecidos de un marco normativo de un Estado social y democrático de derecho fundamentado en la dignidad de las personas. Peor ocurre si el prevenido le resulta un “botín” en el interés político coyuntural del oficialismo.
No se puede hablar de derechos en una sociedad en la cual las garantías queden a la voluntad de un Poder Ejecutivo al que no le importe violar la Constitución de la República.
Muchas personas están tras las rejas por simples delaciones premiadas, mientras los delatores, que sí han confesado crímenes y delitos, se pasean por las calles libremente o disfrutan de la “doce vita” en el exterior.
Pero no pasa nada.
El abuso de la prisión preventiva es parte de la cotidianidad. Gente que podría seguir sus procesos en libertad reciben condenas adelantadas ante el silencio cómplice de actores que saben que esa práctica constituye un abuso de poder. Pero no pasa nada.
La justicia “independiente” aprovecha la figura de la prisión domiciliaria para extender más allá de 18 meses de reclusión preventiva, sin importar que se trate de un inocente. Confinar en una casa, con o sin grilletes, también es prisión.
La presunción de inocencia y las garantías del debido proceso pasan por debajo de la lupa de jueces y los medios de comunicación. La democracia languidece frente a esta brutal ofensiva.
El Ministerio Público se erige como una especie de “Leviatán”, un poderoso monstruo en forma de la mitológica Quimera que se impone a todo lo que existente. Los jueces parecen ser arrastrados por los fiscales.
Aun así, hay esperanza. En “La ópera de los tres centavos”, de Bertolt Brecht, se describe cómo “muchos jueces son absolutamente incorruptibles; nadie puede inducirles a hacer justicia”.
El compromiso de los jueces debe ser solo con la verdad, desechando toda oferta. Ninguna pretensión de ascenso personal ni cualquier otra cuestión de índole material estará por encima del cumplimiento correcto del rol asignado de hacer justicia.
Todo es vanidad debajo del cielo, parafraseando al rey Salomón. Obrar correctamente conforme a la verdad cae en el ámbito de lo bueno y de lo infinito. Esto último estaría, en voz del cantautor cubano Silvio Rodríguez, en el mundo de lo amable, de lo adorable, de lo besable…, cuando la era está pariendo un corazón.
El poeta puertorriqueño José de Diego afirmó: “Quien busca la belleza en la verdad es un pensador, quien busca la verdad en la belleza, es un artista”. Ir cotidianamente en busca de la verdad resulta enaltecedor; es la más sublime de las virtudes.
La verdad representa una antorcha que brilla entre las tinieblas, sin disiparlas.
El hecho de que jueces se dejen arrastrar de fiscales siempre será una vergüenza.