Confieso que no iba a escribir para hoy. Iba a faltar a mi compromiso laboral y al deber con los lectores que pueda uno tener en unos tiempos en que eso de leer parece que va siendo un oficio en extinción.
Pero el gran maestro de la composición de música y canto, Mario Díaz, puso en el chat de los Ochenteros, una noticia que me obliga encontrar tiempo y un poco de concentración mental para expresar mi alarma.
Según se lee en el mensaje reenviado por el maestro, el gobierno de los talibanes ha dictado una ley que prohíbe la música, y en las plazas públicas de Kabul y otras ciudades y campos están haciendo hogueras con los instrumentos musicales.
Se deduce, por consiguiente, que a todo al que le encuentren un instrumento le aplicarán la misma condena que a quien le descubran un artefacto de guerra.
No conozco que caso ni cosa semejante haya ocurrido en ninguna otra parte del mundo, desde que el mundo es mundo, y mucho antes de que nuestros primos, los monos, descendieran de las ramas de los árboles.
Los talibanes, que condenan a unas mujeres tan bellas como las afganas a cubrirse el rostro y el cuerpo entero, que las someten a torturas y suplicios insufribles por ejercer la más mínima libertad, que obligan a los hombres a dejarse crecer la barba y prohíben la higiénica costumbre de afeitarse, ahora llevan el fanatismo y el oscurantismo al colmo de prohibir la música.
Uno no sabe en cuál casilla poner un absurdo como este y solo hay que compadecerse de ese pobre pueblo y confiar en que encontrará la forma de burlar esa brutal prohibición.
Y si los seres humanos no lo logran, lo lograrán las aves y los animales. No hay vida sin canto, como no hay vida sin sol, dijo un poeta comunista checo, mientras esperaba su ejecución a manos de agentes de la Gestapo alemana en 1943.
Pese a todo, los pájaros cantarán en cada amanecer, en alguna selva espesa, un enamorado chimpancé le aullará a su pretendida, y eso también es música. Todo quien siente canta, dijo otro maestro.
Y ojalá los hombres y mujeres de Afganistán no se dejen matar ni a bala ni aburrimiento y, como a cualquier cosa se le puede sacar ritmo, encuentren la forma de alegrarse y sobrevivan al pesado e insoportable silencio musical que se le ha impuesto a nombre de la ley islámica.