Don Pedro Henríquez Ureña, y sus hermanos Camila y Max, son el prototipo del crítico literario en la cultura dominicana.

Fueron eruditos al estilo de los humanistas del Renacimiento, estos últimos, lamentablemente desaparecidos. Los Henríquez Ureña tenían un concepto europeo de la cultura. Hicieron del culto a las letras su religión.

Desde los últimos tres decenios y tanto, se ha enquistado en suplementos literarios de periódicos y revistas nacionales una serie de denominados críticos literarios que, visto el tipo de crítica complaciente y tibia (como le llama Giovanni Di Pietro) que ha practicado, explica la pendiente que ha tomado nuestra cultura.

Un linaje de seudocríticos, cuando no de escasa, de dudosa formación académica en el campo literario, ha usurpado una función social que no le corresponde.

Desde entonces, ha pretendido asumir una voz, que por falta de dominio formal de una metodología y de unos principios estéticos generales en el oficio de la crítica, con rigor, disciplina, constancia y sistematicidad, deviene en puro ruido y gritos en falsete.

Otros, erráticos y gallo locos, con oscuros problemas de personalidad, con preparación en áreas ajenas a la literaria, residentes en otras playas, y con una visión rabiosamente extranjerizante de la cultura, subestiman cuanto se produce en términos literarios en la República Dominicana de un modo harto petulante y autosuficiente.

Los críticos literarios auténticos, los que sí tienen escuela, egresados de prestigiosas universidades –lejos de pavorrealismos culturales– han hecho y están haciendo su trabajo sin ruido y descalificación, que esperamos sirva para combatir esta inflación cultural que nos devora y echar del templo a los trepadores y mafiosos desde la posición en que han pontificado por más de tres décadas.

Y mucho que le hace falta a la cultura dominicana que se sacuda de ese marasmo y vedetismo literario en que últimamente se encuentra.