Suena atractivo, democrático y tiene base legal, pero un pacto fiscal es en la cultura dominicana -y desde mi óptica, quizás sesgada por la subjetividad- un aspiracional difícil de concretar, pues aquí cuando se habla de impuestos todos quieren escabullirse.
Esta actitud tiene justificación: las historias de parches fiscales, las reformas regresivas, la inequidad tributaria, la permisividad a la evasión, la politización del deber tributario, el gasto desordenado sin prioridades claras y la corrupción.
La emergencia económica, a causa de un factor exógeno como Covid-19, obliga a hacer reestructuraciones del sistema impositivo o ahogarnos en deudas hasta caer en una trampa financiera que se extendería por décadas, prolongando los pasivos sociales.
Con conciencia ciudadana y sentido cívico debemos entender que la salida más adecuada es una reforma fiscal inteligente que distribuya mejor la carga, permita captar más ingresos en forma sostenible, reduciendo el fenómeno de la evasión a la mínima expresión.
Para lograr ese objetivo el gobierno debe rodearse de talentos en materia económica y fiscal, con habilidades técnicas no solo para diseños tributarios acorde con la nueva economía, sino capaces de negociar y desarrollar vocerías convincentes.
El momento no está para experimentos ni para que neófitos sin liderazgo ni ascendencia estén balbuceando sobre lo que no entienden. En el Consejo Económico y Social se requerirá un diálogo de altura, inteligible, que sume adeptos y convenza a la población de la necesidad de una reforma fiscal.
La tarea requerirá el acompañamiento de un plan de comunicación estratégica que facilite la comprensión del ante, el durante y el después del proceso, revistiéndolo de toda la transparencia posible.
Y más que un pacto fiscal el camino debería ser un pacto solidario por la sostenibilidad económica para tributar con honestidad y, por el otro lado, manejar un gasto público de alta calidad, sin dispendios y con drásticas consecuencias para la corrupción administrativa.