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Imperio del caos cotidiano

José Mármol Por José Mármol
José Mármol
📷 José Mármol

Advertencia: cualquier parecido con lo inimaginable propio del realismo mágico no es mera coincidencia.

Un individuo, cuyo modus vivendi queda a expensas de la movilidad del tráfico en una esquina de grandes y congestionadas avenidas de la ciudad capital, a plena luz del día y delante de efectivos del orden público, se vuela la cerca metálica recién instalada por el Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones, y pagadas con dinero de los contribuyentes, se acomoda al pie de la escalera del paso peatonal, se saca el miembro, orina, y vuelve a volarse la cerca, con absoluta normalidad, como si estuviese en una selva.

El chofer de una voladora decide ahorrarse tiempo y se mueve tres cuadras en vía contraria hasta salir al lado opuesto del semáforo e interrumpe el tránsito contra todo orden legal, y el Amet, testigo presencial de la infracción, se regodea en la indiferencia.

Otro uniformado de la Amet, colocado a la entrada del túnel de la 27 de Febrero, considera que su labor es dar paso a los conductores imprudentes que no respetan las filas en los carriles indicados para acceder al subsuelo, mientras los disciplinados y decentes esperan inmóviles, engrosando el taponamiento y aportando, sin quererlo, al despilfarro de combustible.

El supermercado te coloca en su nevera yogures caducados, papas podridas en el saco y enlatados putrefactos en las góndolas, sin que ninguna autoridad se inmute por ello.

En la farmacia puede que abunden los medicamentos falsos, made in Dominican Republic, crimen de lesa humanidad, sin que la autoridad competente afronte el mal desde su raíz. Se instalan negocios importantes sin estacionamiento para clientes.

Desaprensivos arrebatan, en nombre de la ley, dos o tres frutas que vendía un joven haitiano en una esquina. Un orate se desplaza desnudo por las calles sin que una autoridad sanitaria se asome y dignifique la escena.

La prensa anuncia a todo pulmón, que los honorables congresistas se sacrificarán patrióticamente cerrando, temporalmente, las arcas inmundas del “barrilito” y el “cofrecito”, para simular que adecentan la función circense electoral. Mueren, de dolencias y enfermedades tratables, pacientes arrojados a la desatención y sumidos en la carencia de recursos, en pasillos de hospitales atestados de pobreza y espanto.

La impunidad se burla obscenamente de la justicia y la decencia, vendadas sus miradas absortas. Pagas servicios públicos deficientes, con tarifas elevadas y sin que lleguen a ser escuchados tus reclamos y derechos como usuario o ciudadano.

La luz roja de los semáforos es un elemento decorativo, pues, motociclistas, vehículos del transporte público y lujosos automóviles privados pasan por debajo de ella sin ningún escrúpulo, poniendo en riesgo la vida de quienes respetan los signos de la civilización y la convivencia ciudadana.

Dos supuestos policías, sin siquiera uniforme de reglamento, van en motocicleta y ordenan detenerse a un conductor en plena vía, sin que haya cometido infracción alguna, solo porque el vehículo les pareció sospechoso.

Un vecino del ensanche Naco decide destruir, por cuenta propia, las aceras construidas por el Ayuntamiento, para convertirlas en estacionamiento de vehículos particulares, provocando encharcamiento y lodo cada vez que llovizna. La junta de vecinos denuncia el caso; lo publican los diarios.

Pero, lo hecho, hecho está. Una mujer es asesinada por su pareja o expareja, a pesar de que había interpuesto varias denuncias por violencia intrafamiliar, sin consecuencia legal alguna, a no ser la fatalidad. La lógica se revuelca.

El caos es nuestro orden. La barbarie y la cerrazón nos someten. ¡Luz, quiero luz!, gritó Goethe moribundo. Vivimos, como escribió Gil de Biedma, el mejor de los mundos imposibles.

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