En el marco de la problemática identitaria, la modernidad dio lugar a que la identidad, tanto personal como social o colectiva, antes que algo heredado o simplemente dado, se fuese construyendo ladrillo a ladrillo, piso a piso, nivel a nivel, desde la planta baja hacia arriba, como afirma Zygmunt Bauman (2014).
El edificio de la historia y su consolidación ascendente se constituyó pasando desde el salvajismo a la barbarie y desde esta, a la civilización; del esclavismo al feudalismo y de este al capitalismo, y luego al comunismo.
La conformación de la identidad individual o colectiva derivaba, pues, de una cadena de sucesiones.
Se trataba, consecuentemente, de una identidad atada a esos estadios sucesivos. El presente globalizado, que conjuga lo arcaico y lo posmoderno, será distinto, accidentado, impredecible y su sentido de la identidad procurará hacer de ella algo que se fuga a cada instante, antes que fijarse.
Apoyándose en la simbología de las figuras del peregrino, como sujeto de la modernidad ejemplificado por Weber en su ensayo sobre protestantismo y capitalismo, para sustentar la noción de tiempo como peregrinación de la vida -que establece la conexión o conectividad, concepto acuñado por Leroi-Gourhan (1964), entre el viaje continuo desde un punto de partida a uno de destino-, y del nómada o individuo que deambula entre lugares sin conexión, se establece la diferencia en la concepción de la identidad entre uno y otro.
Tanto en uno como en otro, sin embargo, el problema de la identidad se va a plantear como una preocupación por no imprimirle rasgos de fijeza o de sólida preservación.
Del peregrino al nómada (turista, vagabundo o emigrante de hoy) y de la modernidad a la posmodernidad, la identidad empieza a ser concebida como una tarea de elección que jamás puede abandonarse, ejecutada reflexivamente y cuya responsabilidad compete exclusiva y permanentemente al individuo.
Si bien se coincide en la concepción de la identidad como tarea y como elección constantemente renovada, no es menos cierto que en lo concerniente a la noción de espacio hay una neurálgica diferencia entre peregrino y nómada o turista. Se trata de cómo asumen la relación tempo-espacial.
Los peregrinos trazan y configuran sus identidades sobre la base de una determinada conectividad entre el tiempo y el espacio.
Los nómadas, mientras, las configuran en función de una desconectividad del espacio y el tiempo.
Así, los peregrinos se esfuerzan en la definición de un proyecto de vida a través del cual se rigen. Los nómadas, por el contrario, no entrelazan el espacio y el tiempo; procuran, más bien, construir identidades momentáneas, que funcionen para el hoy; identidades de quita y pon, válidas hasta un próximo aviso. Los nómadas se mueven a través de las identidades volátiles.
Afirma Bauman que en la actualidad vivimos en un espacio-tiempo abierto donde ya no hay identidades, sino, más bien, transformaciones.
La misma relevancia que adquiere la desconectividad, en términos espaciales, para la posmodernidad la va a adquirir, en términos de tiempo, la idea de simultaneidad, convirtiéndose en elemento cohesionador de la historia del presente globalizado.
El mundo posmoderno está marcado por una celebración paradójica y orgiástica del presente, que se presume perpetuo, como en el poema de Octavio Paz, cuando en la filosofía, estrategia, vínculos sociales y práctica de vida lo cierto es que ese presente cobra sentido apenas como pasado de nuestro futuro, dado que habrá de ser reemplazado por un presente nuevo.
En la posmodernidad y en función de su culto a la caducidad, a la obsolescencia programada, a lo evanescente el para siempre y el compromiso con la lealtad desaparecen de la percepción de la temporalidad.