Tener una idea. Qué maravillosa sensación. Ejecutarla. Qué difícil lograrlo. Cada vez más veo personas con grandes ideas, con una capacidad alta de venderlas y de convencer que son la mejor opción utilizando una frase constante: vamos a hacer.
Pero cuando llega el momento de trabajar, de ejecutar, de demostrar que todo eso puede convertirse en realidad…
Ahí, todo se transforma en excusas, en problemas y en alargar el proceso para no llegar a ningún lugar.
Entonces vuelta a empezar: llegan más grandes ideas.
Desde pequeña me enseñaron algo importante: haz las cosas por ti misma. Es por eso que para mí trabajar con un alto grado de compromiso y de resultados reales es algo invaluable y espero lo mismo de todos aquellos con los que trabajo.
Cuando llega una gran idea me emociono, pero cuando la persona que la plantea la lleva a buen término, siento esa sensación que solo se logra al saber que has cumplido. Pero parece que eso ya no es importante.
Los egos se alimentan de yo sé, yo propongo y que los demás resuelvan, y si no se logra no pasa nada.
Pero claro que pasa y mucho.
¿De qué sirve una gran idea si no eres capaz de ejecutarla? Y ahí ni siquiera entra en juego el talento sino otras cualidades: dedicación, tesón, practicidad, sentido común y el fuerte deseo de demostrar, primero a ti mismo, luego a los demás de que eres capaz de hacerlo.
Cuántos retos he asumido sin saber si podía hacerlos solo por lograr decirme: lo lograste. Ahora no veo ese deseo, solo el de destacar sin demostrar.
Incluso a veces pienso que la que estoy equivocada soy yo. Pero me dura poco, porque tengo que ponerme a trabajar para que mis ideas se cumplan.