A veces creo que la insularidad es –más que una condición geográfica- un fenómeno sicológico, una concepción, una convicción o una filosofía que nos lleva a pensar que todo cuanto hacemos se queda represado en el patio, no trasciende las fronteras internacionales ni es materia de atención global de múltiples intereses asentados en la economía y la política.
Digo esto porque es difícil entender tanta desfachatez sin rubor de gente que representa instancias de poder, públicas y privadas, socavando permanentemente la institucionalidad con prácticas corruptas, impulsadas por los fundamentos clientelistas de un sistema político atrasado, en desgaste progresivo, y un empresariado al que le falta vocación desarrollista más allá de sus bolsillos.
Los informes internacionales frecuentes sobre fallas a nivel institucional –que nos colocan siempre en los escaños más desafortunados- parecen importar poco ante la ominosa misión que algunos se han trazado de atacar con perfil de piraña el presupuesto nacional, la gran ubre succionada por una inmensa cantidad de parásitos.
Allende los mares nos focalizan como corruptos, con tendencias muy marcadas a la impunidad, mientras aquí hacemos todos los esfuerzos posibles por ratificar esa percepción, para convertirla en un hecho irrefutable sobre el que no debe existir duda alguna.
Lo peor es que ese “statu quo” tiene portavoces que lo defienden rabiosamente.
Henchidos de ese espíritu insular no guardamos la forma ni el fondo frente a la inversión extranjera (reglas del juego frecuentemente cambiando, privilegios irritantes, concesiones aberrantes, coimas, peajes e impotencia de las instituciones llamadas a aplicar las leyes para garantizar certidumbre en el ambiente de negocios).
Quizás pensamos que nos creen en el exterior cuando hacemos pantomimas judiciales (al mejor estilo Odebrecht), queriendo mostrar apego al Estado de derecho, o probablemente entendemos que para los mercados de capitales no revisten importancia las comedias y teatralidades que caracterizan la persecución de la corrupción, las vanas promesas y los fallidos compromisos de adecentar la administración pública.
Desde adentro se podría ver que la reforma política –con la ley de partidos a la cabeza- es algo muy nuestro, sin calcular que el vacío legal en ese sentido hace que la recepción sin controles ni mesura de fondos de parte de los candidatos sea el comienzo de la gran corrupción.
La Ley de Lavado de Activos y Financiamiento al Terrorismo parece ser un nuevo modelo de control de los poderes fácticos externos, con evaluaciones periódicas de cumplimiento y calificaciones que nos condenarán o nos ensalzarán –con consecuencias incluidas- en función de los resultados.
Como no hemos querido darnos una gobernabilidad sostenida y decente, desde afuera la imponen, algo que no deja de ser humillante e invasivo.