Hace poco estaba en una cena con amigos, todos con hijos adolescentes y todos comentábamos lo mismo: querer hijos perfectos está logrando jóvenes incapaces. Y cuando hablo de incapaces me refiero a que no saben manejar emocionalmente sus errores (las pocas veces que los tienen, porque no les dejamos que los tengan); no tienen ningún nivel de frustración y, sobre todo, son inútiles para los problemas cotidianos, para las cosas más simples. Eso sí, manejan la tecnología como si estuviera en su ADN, hablan no sé cuantos idiomas, son deportistas, con conciencia medioambiental y un montón de cosas más.
Y eso está muy bien. Pero no sé qué nos ha pasado a los padres de mi generación y la posterior que parece que hemos entrado en una especie de competición a ver quien tiene el mejor hijo o quien le da todas las posibilidades (soluciones) para que sean buenos, perfectos en todo. Les decimos constantemente que pueden ser lo que quieran, lograr lo que quieran, que luchen por ello…
Pero se nos olvida decirles que en el camino van a fracasar, que muchas veces no lograrán todo eso que quieren, que serán buenos en algo pero malos en otras cosas, que la vida no es blanco y negro que tiene muchos matices y que no pasa nada por ello, que pueden equivocarse, no destacar en algo, elegir sus batallas y, sobre todo, que la perfección no existe.
Creo que la inteligencia emocional es muy importante en todas sus vertientes, no solo en la de una buena autoestima, ya a un adulto nos cuesta manejar situaciones negativas, imaginen a un adolescente que tiene su universo con una intensidad hormonal increíble. Debemos permitir que se equivoquen, que decidan por sí mismos, que descubran las cosas y dejar de querer que sean perfectos, para que sean humanos con lo bueno y con lo malo que eso conlleva.