Prometía ser un día agradable en Ciudad de México. Desde muy temprano, una suave brisa parecía barrer el smog y mantenía a un nivel soportable la intolerable caldera de cemento que suele ser el Distrito Federal. Como todos los días laborables, ese miércoles 19 de septiembre capital mexicana se convertiría en un hormiguero humano: con una población estable de casi 9 millones de habitantes y otros tantos que llegaban desde la periferia para trabajar, por entonces se ubicaba en el cuarto lugar entre las ciudades más pobladas del planeta.
Una nube de polvo surgió de entre los escombros y subió hacia el cielo hasta tapar totalmente la luz del sol. Ya nada quedaba de la mañana diáfana que había dado los buenos días al Distrito Federal. Todavía no eran las ocho y se había hecho de noche, una noche de terror en que la ciudad estalló en un solo grito, el mismo que repetiría 38 horas más tarde, cuando el suelo volvió a temblar.
Los muertos pudieron haber sido muchos más. A la hora del temblor muchas familias ya habían salido de sus casas hacia sus ocupaciones, pero todavía no habían comenzado las jornadas de trabajo ni los turnos de las escuelas. Cientos de miles de habitantes de la ciudad estaban al aire libre y eso los salvó de morir aplastados. Un estudio realizado por la Universidad Autónoma de México establecería después que, si el sismo hubiera ocurrido una hora antes, el número de muertos podría haber sido cuatro veces mayor.
Siete hoteles de lujo – el Regis, el Diplomático, el Versalles, el Di Carlo, el Principado, el Suárez y el Montreal – quedaron reducidos a montañas de ladrillos. La mayoría de los huéspedes, casi todos turistas extranjeros, murió sin salir de sus habitaciones. Víctor Soto fue uno de los pocos sobrevivientes del Versalles. Envuelto en una sábana, frente a los restos del edificio, le relató a un periodista de la CNN cómo se salvó: “Estaba en la habitación 115, en el primer piso, cuando todo comenzó a derrumbarse.
Fue como un sueño, una pesadilla, sucedió muy rápido. Vi un agujero en la pared y logré salir, pero mi compañero, Roberto Castaneda, quedó atrapado. Me acaban de decir que murió. Solo me quedó lo que llevo puesto, tengo varias heridas, pero estoy vivo y doy gracias a Dios. Ahora esperaré ayuda frente al monumento de la Revolución”.
Es que el famoso monumento de diez pisos de alto, un hito en el centro de la ciudad, permanecía enhiesto mientras a su alrededor todo se había venido abajo.
El peor de todos
México tenía para entonces una larga historia de temblores. Cuando llegaron los españoles, se encontraron con relatos aztecas sobre la ira de los dioses que hacía temblar la tierra. Más tarde, algunos cronistas de la conquista dejaron constancia de fuertes movimientos telúricos en el actual territorio mexicano.
El primer terremoto del siglo XX ocurrió en 1911, durante la Revolución Mexicana y coincidió con la entrada de Francisco Madero, jefe de las tropas victoriosas, a la capital. El júbilo de los vencedores se vio empañado por el violento sismo, que destruyó parte de la ciudad y dejó un número nunca determinado de muertos. Eran tiempos tormentosos en que los revolucionarios fusilaban a los sacerdotes acusándolos de apoyar al depuesto gobierno conservador y de ayudar a los contrarrevolucionarios. En ese clima, la Iglesia se apresuró a calificar al sismo como un “Castigo de Dios” por los asesinatos de sus representantes en la Tierra.
En julio de 1957, otro temblor sacudió al estado de Guerrero, en el sur del país, con un saldo de aproximadamente cien muertos. En 1973 Guerrero sufrió otros dos terremotos: el primero, en enero, mató a 70 personas; el segundo, en agosto, tuvo una inusitada violencia y causó casi setecientas víctimas fatales en un área de baja densidad de población.
El Distrito Federal volvió a temblar el 16 de enero de 1979, pero no hubo víctimas. De todos modos, el sismo quedó grabado para siempre en la memoria de los mexicanos, ya que se produjo en el momento que miles de personas esperaban la llegada del papa Juan Pablo II en el aeropuerto internacional de Ciudad de México.
En marzo del mismo año hubo siete muertos durante un temblor a 300 kilómetros al sur de la capital, y al año siguiente, el 25 de octubre de 1980, un nuevo movimiento telúrico sacudió los estados de Puebla, Guerrero y Oaxaca, matando a un centenar de personas.
Este había sido el último sismo registrado en territorio mexicano hasta que, a las 7.48 de la mañana del 19 de septiembre de 1985, el suelo se estremeció con una violencia sin precedentes en el superpoblado Distrito Federal. Los sismógrafos marcaron 8.1 grados de la escala de Richter, una intensidad que para los especialistas entra en la categoría de “catastrófica”.
Los otros desaparecidos
El presidente Miguel de la Madrid – perteneciente al por entonces “eterno” Partido Revolucionario Institucional (PRI) – declaró el estado de emergencia y pidió calma a la población por cadena nacional. Allí anunció que había ordenado a las Fuerzas Armadas que salieran a las calles para impedir saqueos y colaborar con las tareas de rescate. “Nuestra prioridad es salvar vidas. Los programas de emergencia están en alerta total y así permanecerán hasta que sea necesario”, dijo mientras agitaba ampulosamente el índice de la mano derecha frente a la cámara.
Horas después del mensaje presidencial, cuando comenzaban a llegar los mensajes de solidaridad y las promesas de ayuda de otros países, las emisoras de radio y los canales de televisión comenzaron a difundir una consigna gubernamental que, en un primer momento, pareció inexplicable: “¡México es fuerte y va a salir solo de esto!”, se repetía hasta el cansancio.
Casi al mismo tiempo, la Presidencia de la República anunció que aceptaba y agradecía los envíos de medicinas y alimentos de sus “hermanos latinoamericanos”, pero que no permitiría la participación de rescatistas de otros países en las tareas de salvamento.
Días después, el mundo descubriría que lo que parecía la decisión de un gobierno que se consideraba autosuficiente para resolver sus problemas era en realidad una manobra para ocultar sus propios crímenes. Comenzó a circular una información que aseguraba que, entre los escombros de algunos edificios policiales, habían aparecido cuerpos maniatados y con signos de torturas, evidentes a pesar de estar aplastados. Así lo informó la agencia alemana DPA en un cable fechado el 25 de septiembre, seis días después del terremoto: “El hallazgo de dos cadáveres maniatados, amordazados y con visibles huellas de tortura entre los escombros, puso al descubierto la brutalidad de los métodos de la policía judicial mexicana”, decía.
Los cuerpos del abogado Saúl Ocampo y del estudiante Ismael Jiménez Pérez, a quienes se daba por desaparecidos desde dos semanas antes del terremoto, fueron encontrados entre los escombros de los “separos judiciales” (celdas preventivas). Un diario local aseguró que otro desaparecido antes del sismo, identificado como Miguel Guzmán, fue rescatado inicialmente con vida y trasladado a la Cruz Roja para que recibiera atención médicos, pero que luego fue retirado por agentes de la policía judicial y terminó apareciendo en la lista de víctimas del terremoto.
El descubrimiento de los cuerpos de Ocampo y Jiménez Pérez puso en evidencia el siniestro modus operandi del gobierno del PRI para deshacerse de sus opositores. Tanto el abogado como el estudiante habían sido secuestrados de sus domicilios por comandos vestidos de civil, sin que sus familiares tuvieran más noticias de ellos.
El fútbol no se derrumba
Cuando se produjo el terremoto faltaba menos de un año para el inicio del Mundial de Fútbol de 1986, en México, ese que el equipo argentino capitaneado por Diego Armando Maradona ganaría de manera espectacular. Pero en ese momento la catástrofe puso en duda de que la Copa del Mundo se pudiera realizar en el país y se comenzó a especular sobre la posibilidad de trasladarlo a otra sede.
México había conseguido organizar el campeonato después de una oscura maniobra encabezada por el entonces presidente de la FIFA, Joao Havelange, que había movido cielo y tierra para robarle la sede que desde muchos años antes se había adjudicado a Colombia. Uno de los argumentos más fuertes del hombre fuerte del fútbol mundial había sido que Colombia no era un país seguro. La verdad era otra y en ella había mucho dinero de por medio.
Una semana después del sismo, Havelange, el presidente de la Federación Mexicana de Fútbol, Rafael Castillo, y el titular del Comité Organizador del Mundial ‘86, el magnate televisivo Guillermo Cañedo, anunciaron que el certamen iba a desarrollarse en tierra azteca a pesar del terremoto y sus catastróficas consecuencias.
“La desgracia de que muchos de nuestros compatriotas hayan fallecido como consecuencia del temblor no justifica de ninguna manera que dejemos de mirar hacia el frente, y el duelo no tiene porqué obligarnos a mirar hacia atrás. El pueblo mexicano no va a estar menos alegre, aunque jamás olvide a sus compatriotas muertos en la catástrofe, y recibirá con los brazos abiertos a quienes concurran al Mundial, reiterando su apego a una filosofía de hermandad que siempre se ha puesto en práctica. Los mexicanos tenemos el orgullo de decir que, en medio de tanto dolor irreparable, estamos vivos y con todo nuestro impulso”, dijo Cañedo frente a las cámaras sin que se le moviera un músculo de la cara.
Estaba en juego la venta de los multimillonarios derechos de televisación del primer Mundial de Fútbol que sería transmitido en vivo y en directo vía satélite, y ni siquiera el peor terremoto de la historia de México sería capaz de frustrar ese negocio.
Fuente:Infobae