Hay frases que marcan para toda la vida. Aunque, como es de suponer, se trata de vidas individuales, en las que el tiempo, los objetos materiales y la cultura tienen un preponderante rol.
Recuerdo de mi infancia, en los años 60 y 70, en la que otrora fuera la Culta y Olímpica Ciudad de La Vega Real, y para mis años, todavía con los cines Rivolí y La Progresista, más el cine al aire libre de don Ángel; con retretas y conciertos dominicales en el Parque Duarte y sus fuentes de chorros de agua iluminada, que adornaban el puente-pasarela de las ilusiones juveniles de generaciones de veganos; con su antigua Catedral, en cuyo entorno se apostaban el Palacio de Justicia, el Hotel Royal Palace y el edificio del Casino Central; recuerdo, subrayo, la hermosa y singular disposición de los productos enlatados, encajados o embotellados en las estanterías elevadas de los colmados de mi barrio del Parquecito Hostos, y en medio de ellos, como un llamado al que todo consumidor debía responder de frente, un letrero que rezaba “Hoy no fío, mañana sí”.
En ocasiones se trataba solo de un molde de letras. En otras, de una suerte de afiche impreso en offset e ilustrado con el rostro enjuto y con expresión de duda de un anciano simpático, con sombrero de paja y cachimbo entre los labios.
Aunque era clarísima la advertencia, no obstante, el “fiao” era una modalidad de crédito que, como en todo acto de consumo, desde la era antigua a la modernidad líquida, tenía un sustancial ingrediente moral.
El “colmadero”, y al mencionar el oficio honro en mi recuerdo a José, Simón, Carmelo y Cristóbal, entre otros, a pesar de la sentencia lapidaria de la frase, entregaba a sus clientes las mercancías requeridas, comprometiéndose estos a pagarlas en treinta días, mediando en la operación, simplemente, un “recado” escrito o la anotación en un cuaderno del nombre del cliente, la fecha y el total del valor de las mercancías. El valor de cambio no era, pues, el dinero, sino, la confiabilidad. La fuerza moral del intercambio cobraba un sentido de profundo compromiso personal y social.
En lo escrito, en la palabra escrita y la cifra que de ella derivaba estribaba el tejido que hacía operar la maquinaria de la producción, la comercialización y el consumo, sin obviar la polaridad de riqueza y pobreza, de la sociedad. A pesar del “Hoy no fío, mañana sí”, que colocaba en la improbabilidad de materialización del crédito en el comercio, y que el comerciante convertía la frase en su estandarte, el “fiao” era lugar común y modus operandi de la economía de colmado.
Éramos una sociedad con mayor sentido del respeto y la moralidad, con altísimo significado de la responsabilidad y del compromiso.
La democratización del lujo y la excesiva, y consecuente, proliferación de lo superfluo, como expresiones degenerativas del acto de cubrir una necesidad, hoy convertido en festinación delirante del “shopping”, han diluido al grado cero aquel acto moral que conllevaban el “fiao”, el “recado” o el “vale” como metafóricas (¿o literales?) letras de cambio.
Hoy día, el valor de uso y el valor de cambio atribuidos al dinero como instrumento de intercambio ha desvalorado y excluido la característica axiológica del acto de confiar en la palabra del otro.
Remo Bodei se hace en “La vida de las cosas” (2013) una pregunta cardinal: “¿Se volverá en verdad a modelos de vida más sobrios y frugales, hoy olvidados, y cambiará, por reflejo, nuestra relación con las mercaderías, los objetos y las cosas?” Veremos.