Impaciente en una cola de supermercado examinaba, por hacer algo, unas almendras; delante de mí una mujer de 30 años, más o menos, ojeaba los artículos de los otros y más allá un cincuentón miraba absorto su teléfono y a veces pinchaba con un dedo.
Eran asuntos sin importancia, pero la mujer intervino con un consejo sobre la manera de escribir en estos aparatos y me interesé.
Dijo algo como esto: inténtelo con la puntica de los pulgares; al principio puede ser difícil, pero en dos o tres días me dará las gracias.
Escribir de esta manera impone una peculiar manera de agarrar el teléfono, con ocho dedos entrelazados detrás de la carcaza, diferente de la forma para hacerlo con uno de los índices. El aparato es sostenido a la altura del estómago y son peculiares la disposición del cuello, un ligero encorvamiento y la mirada fija en una superficie de ocho o diez pulgadas, mientras se pincha con los pulgares.
Este entrometimiento, denominémoslo de “policía social de las nuevas maneras”, es una atribución que se abrogan con descaro los más jóvenes. A mí, ¿qué me importaba aquello? ¡Podía pasarse la vida digitando con el índice!
En los tiempos de mi primera y segunda juventud las recomendaciones sobre las formas de escribir corrían por cuenta de la escuela (una institución) y los institutos comerciales.
En estos últimos solían vigilar la colocación de los pies debajo de la silla para obligar a mantener la espalda recta. Ahora la gente se encorva y nadie repara en ello.
Las recomendaciones para hacerlo correctamente eran competencia de una institución supranacional: la Academia de la Lengua.
Escribir con lápiz, bolígrafo, pluma o maquinilla, reclamaba habilidades, conocimientos y soportes diferentes. Hoy día mucha gente escribe así sea una palabra cada día, y lee siquiera cinco como estas: buenos días, ¿cómo te amanece? Antes se leía y se escribía menos, pero con más calidad.
También era poco frecuente la exposición a materiales audiovisuales debido a la baja cantidad de familias con televisiones, a las transmisiones, que empezaban a medio día y terminaban a las 10:00 de la noche, y a la condición rural de la mayoría.
La corrección en la escritura corría entonces por cuenta del propio escribidor, que debía esforzarse en memorizar reglas y formas. Hoy día, en cambio, lo hace un algoritmo, como decir el aparato, que muchas veces escoge una palabra lógica, sin distinción de parónimas.
Hace veinte años millones de los que escriben hoy según las nuevas maneras podían ver pasar meses, o años, sin poner sus ojos sobre la palabra escrita, a menos que se toparan con un cartel en la vía pública.