Mi madre, desde el nacimiento de mi hermano, dormía dos, tres y hasta cinco días seguidos. Molestar era casi sentencia de muerte. Recuerdo que evitaba hasta estornudar para no despertarla. Me comportaba como si yo fuera la dueña de la casa y mi hermano, sin importarle nada de nada, aprovechaba para boicotear vida; la mía, la de mi madre, la de él, las de todos. Nunca respetó mis normas y por eso pasó lo que pasó.
Dejaba correr el agua para inundar el patio y la casa. Defecaba en los rincones más remotos. Y aunque las arcadas me mataran, me tocaba recogerla. Aprovechaba cualquier ausencia o descuido para boicotear la comida. En algunos momentos era jabón, cucarachas, tierra o saliva. Me enteraba en el primer bocado, cuando mi boca y mi nariz se conjugaban para devolverlo todo sobre la mesa. Él se limpiaba y continuaba comiendo sin mostrar ni siquiera alegría.
Él decía que las hormigas eran extraterrestres, que se habían cargado su mundo y colonizaban todo el planeta. Hacía llover cera sobre ellas, las pinchaba con agujas y las orinaba. También, temprano por la mañana, cazaba lagartijas, ratas y hasta mariposas,las colocaba al pie del hormiguero para que las hormigas hincaran sus mandíbulas con sus dolorosas picaduras. Cuando le decía algo, me contestaba que había encontrado a varias, alunizando en el cuerpo inerme de mi madre y quería evitar que se la comieran. Yo, sin que él se diera cuenta, me partía de risa. El pobre, se creía Armstrong.
Me parece que fue cuando cumplí trece años que las hormigas carbonizaron a mi hermano. Me asusté. Corrí y grité para despertar a mi mamá. Toqué la puerta, la llamé por su nombre y no sé cuántas veces chillé: ¡Mamá! Pero ni así se despertó.
Por más que quise, no pude evitar que robara gasolina y rociara el hormiguero. Los insectos empezaron a escalar como locos por sus pies. Le grité que soltara la cerilla. No me hizo caso. Como siempre.
–¡No eres mi madre! ¡Tú no me mandas!
¡Que no era su madre? Si desde que él nació no hice otra cosa que ser mamá sin haber parido. Si desde antes que mi madre lo concibiera ya yo lo quería con devoción. ¡Mamá, cómprame un hermanito! ¡Cómprame un hermanito! Le suplicaba en los momentos más oscuro de mi soledad infantil. Sí, es verdad, lo reconozco, quería un hermano, pero no uno que adormeciera madres. Quería un hermano de esos que llenan la casa de luces, flores y regalos.
La primera cerilla se apagó sin llegar al suelo. La segunda le quemó la mano, pero fue la tercera la que cayó en el hormiguero. Y de inmediato el fuego y las hormigas escalaron por sus piernas, en busca de refugio. Él, al ver las hormigas haciéndose un ovillo achicharrado, sonreía. Pero cuando sintió sus zapatos haciéndose fuego, empezó, él también, a llamar a mamá sin dejar de llorar ni de correr.
Al mirar el fuego me llené de tantas ausencias maternas que dejé de correr y no hice nada más que gritar. Paralizada. Casi en silencio. Algo dentro de mi corazón quería que mi madre se despertara y me ayudara a apagar las llamas, pero, también, algo dentro de mi cabeza quería que ella siguiera ahí tranquila, durmiendo.
Pobrecita, cuando despertó ya las piernas de mi hermano estaban calcinadas y ya él casi no podía molestarnos.Parecía un oso inerme de por vida. Mirando el planeta que frente a su silla de ruedas han colonizado las hormigas. Embriagadas de olores rozaban sus antenas al cruzarse. Iban, venían, subían y bajaban. Procuro no pisarlas, le cogí cariño el día que observé a la primera hormiga alunizar el tocón quemado de mi hermano.
Mi madre dejó de dormir para curarlo con devoción. A mí se me mezcló la culpa, la envidia y los celos. Culpa por no poder evitar que el fuego y las hormigas lo achicharraran. Envidia porque ella lo curaba con el esmero y la efectividad que yo nunca supe; celos porque jamás mi madre me curó con tanto amor.
También sentí alivio y sí, por qué no, un poco de alegría y una tranquilidad inmensa al comprobar que, después de eso, todo volvió a ser como era antes de que él apareciera.