Grito de esperanza

Grito de esperanza

Grito de esperanza

¿Qué es la vida sino un inequívoco trayecto hacia la muerte? Para algunos el trazado de la ruta se mantiene en la indiferencia absoluta; para otros deviene en una fanatizada rectificación preparatoria hacia el instante inevitable. Un miasma insoportable impide la directa reflexión de los primeros; mientras los segundos vadean lo impensable en el camino de su impertérrita preparación hacia la a veces incierta anhelada eternidad.

Unos quince años han transcurrido desde un día cualquiera en que me vi precisada a visitar el médico debido a unos fortísimos espasmos intestinales que sufría diariamente durante dos semanas.

Con mi consuetudinaria alegría, llegué al consultorio en compañía de mis hijos y al empezar el estudio requerido para determinar mi dolencia, no habían pasado cinco minutos cuando el médico interrumpió el escrutinio, me pidió excusa para salir del cubículo, y en secreto, sugirió o más bien incitó a mis hijos a tomar acción inmediata sobre lo que me ocurría. Sus palabras fueron las siguientes: “si la operan aquí en el país, pues que sea mañana: si deciden irse fuera, recomiendo que sea pasado mañana”. Esto así porque temía una posible oclusión intestinal provocada por el tumor.

Siempre había yo gozado de una salud de hierro aun con atribuciones de atleta consumada, todo lo cual era un atributo para desarrollar mis múltiples actividades entre las cuales me tocaba el cuidado en las dolencias de otros miembros del clan familiar. Creo que la primicia de mi enfermedad resultó en una profunda herida no solo en mi corazón, sino también en el de mis seres queridos.

De inmediato empezaron los múltiples preparativos para el viaje inesperado. Mientras tanto, y ausente a las miradas de quienes habitaban mi casa, tan pronto llegué de mi visita al médico, busqué refugio en el cuarto de baño, lugar seguro para evitar el sufrimiento que mis llantos pudieran provocar en los demás. Allí no sólo vertí unas lágrimas que brotaron toda esa noche, sino que me atreví a “sugerir a Dios” que ya que no era aún mi momento de partir me dispensara un tiempecito extra, puesto que presentía con cierta autoridad egoísta, que tenía aún mucho por delante para cumplir con lo restante del ciclo de mi vida.

El resultado final fueron dos cirugías en cuatro meses seguidas de la consabida y detestable quimioterapia, cuyo malestar me causaba mayores molestias que las cirugías mismas, además de diez años de visitas periódicas a mi oncólogo norteamericano.

A la mañana siguiente de la funesta noticia y con renovada energía, mi visión del mundo cambió por completo, me levanté anhelante y optimista ante el incierto futuro, pero con inmensos deseos de vencer cualquier obstáculo, y creo firmemente que sin esta actitud positiva nadie sería capaz de sobrevivir a la tan despreciable enfermedad cuyo nombre he evitado enunciar en este artículo.

Y esto lo escribo quince años después, con el anhelo de llevar este mensaje de amor a la vida con fe auténtica y el respaldo de la ciencia, y pretendo infundir esperanza a todo aquel que se encuentre sufriendo de esa terrible enfermedad, que en principio era y seguirá siendo sinónimo de un incierto final fatal. Amén!!!



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