Casi doce meses confinados y asustados huyendo de una pandemia que trastocó la realidad en que vivíamos y rompió todos los paradigmas de convivencia y organización social. Un virus invisible le ganó la guerra al avance científico y a la razón humana.
Quizás año 2020 ha sido el más suigéneris en el registro de la vida humana. Unos lo han catalogado como el más desafiante y nefasto de la historia para la economía.
La CEPAL habla de un posible retroceso de más de 30 años de desarrollo como secuelas de la pandemia.
Pese a todo, es posible que el 2020 ha sido el año que más lecciones ha aportado a la evolución espiritual y a la elevación de la estatura moral de la humanidad por todos los aprendizajes que nos ha dado y hay que agradecerlos.
Como nos dice San Pablo en 1 Tesalonicenses 5:18 tenemos que “Dar gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús”. Una acción de gracias que reconoce que “toda obra para bien” y que, como dice el Papa Francisco, “nace de reconocer que hemos sido pensados antes de que aprendiéramos a pensar, hemos sido amados antes de que aprendiéramos a amar”.
Gracias 2020, porque por ti aprendimos que el amor es el motor que mueve al mundo, no la economía. Gracias por enseñarnos el valor de una sonrisa y de un abrazo. Gracias por mover en nosotros el impulso de volver a encontrarnos y abrazarnos, y a expresar lo que somos, sentimos y nos debemos los unos a los otros: amor.
Gracias 2020, por mostrarnos, a la fuerza, que debemos detener las huellas humanas de destrucción a la naturaleza. Que la tierra necesita cuidado responsable y, si no la protegemos, ella misma se limpia de nuestra escoria aun siendo la madre que gime de dolor por el daño de sus hijos.
Gracias 2020 por hacernos comprender que, cuando se detienen los tiempos, cuando se troncan los sueños y cuando se pierden las vidas, lo único que tenemos es la esperanza y la fe en nosotros mismos y en Dios, nuestro sostén y refugio.