La primera tarea pública que se ha fijado Gonzalo Castillo -sin capear aun el torrente impugnador- ha sido recorrer el país para conocer directamente las necesidades de la gente, una tortuosa iniciativa que -más que un plan de Gobierno- daría una interminable guía telefónica.
Para reafirmar votos o ganar nuevos es -sin dudas- un ejercicio útil que podría, por demás, elevar su reconocimiento público fijando su rostro en el “top of mind” de la gente, especialmente de los más desposeídos que son mayoría.
En el país no hay un mal económico, social, político o institucional que no esté diagnosticado. Desde el Diálogo Nacional, convocado por el presidente Leonel Fernández en 1997, hasta el diagnóstico de Jacques Atalli, traído al país por el mismo gobernante, muy poco falta por documentar.
Todo está en los cientos de páginas de estudios de organismos multilaterales de crédito, centros de análisis económicos y de entidades no gubernamentales que, seguramente, reposan en el Ministerio de Economía.
Las mismas visitas sorpresa del presidente Medina, con una continuidad de siete años, constituyen experiencias válidas para una fotografía socioeconómica precisa de las necesidades de la gente.
Desde mi óptica -que no está fundada en la verdad absoluta ni en la sabiduría de los rancios asesores de cómodo diván- su contacto con la gente debería estar enfocado en dos propósitos: que le conozcan y comprometerse con soluciones estructurales, sin que esto esté atado a un amasijo de sentimientos dispersos, de seres que no comprenden su propio estado de exclusión social.
Como todo candidato popular en un país sin raíces institucionales, Gonzalo viene montado en la cresta de una ola clientelar, con pasivos, compromisos políticos y corporativos que se vuelven inquebrantables y terminan capturando a los gobiernos.
De cara a la quisquillosa clase media, la venta del concepto “sangre nueva” puede naufragar en una campaña larga si los mensajes iconográficos que nos ofrecerá están formados por perfiles desgastados, burócratas disfuncionales, acomodados, sin iniciativas ni imaginación para generar rupturas revolucionarias.
En ese contexto, le convendría -algo muy difícil dada su dependencia política- presentar caras nuevas o prospectos frescos para su probable gobierno y así convencer de que su camino es el de la continuidad evolucionada y no más de lo mismo.
Finalmente, aunque la gerencia es superior al preciosismo lingüístico, la conceptualización, la lógica, el buen decir y la elegancia expresiva, verbal y no verbal, forman parte de la credibilidad de los productos políticos. Ahí sus retos son grandes.