Días atrás, tropecé con una vieja foto que colmó mi mente y mi corazón de sorpresa y de recuerdos.
En ella figuraba yo con un largo abrigo de piel marrón y una gran cantidad de cabello afro, como me era usual años atrás, con mucho menos ahora. Yo miraba hacia adelante, como si estuviera señalando un camino o mostrando algo importante, y a mi lado figuraba la presencia del reconocido periodista y amigo Bonaparte Gautreau Piñeyro a quien hace algún tiempo que no veo.
Gautreau, quien presumo fue que envió la foto que ya no recordaba, escribió una sola letra a su lado: Nargil. Quizás le agregó una h debido al origen armenio del nombre. Me sentí abrumado por la nostalgia y, ciertamente, por la tristeza. A ambos nos correspondió vivir la aventura de revitalizar la edición del periódico El Nacional en la ciudad de Nueva York. Fue una tarea tan fabulosa como agotadora.
El respaldo y la ayuda de Bonaparte, desde su posición ejecutiva, resultó fundamental para lograr metas casi increíbles en la rehabilitación del periódico en el competitivo y casi feroz ámbito newyorquino.
Contábamos con el respaldo de un personal que apenas recibía unos pocos dólares y que trabajaba incansablemente más por amor al proyecto y la aventura que por los imprescindibles emolumentos económicos. Gracias al respaldo de Pepín Corripio (quien hacía poco había comprado el periódico al doctor Molina Morillo), a Milagros Bosch, accionista de la edición, al inolvidable Manolo Gil, un español amigo íntimo de Peña Gómez y quien tenía a su cargo la compleja tarea de la distribución en un contexto tan complejo, fue particularmente exitoso el trabajo que se hizo.
Gautreau, debo decirlo, es una persona de una entereza y una calidad humana fuera de serie. Asistente de Francisco Caamaño durante los heroicos días de la revolución abrileña y la ocupación estadounidense, escritor de altos vuelos, es corpulento, posee una estatura que supera los seis pies, un enérgico don de mando y un vozarrón capaz de hacer temblar a cualquiera.
No obstante, es una excelente persona, al igual que su esposa Miriam, a quien quiero muchísimo, y sus hijas e hijos, que son un modelo de conducta y decencia. Alcanzar las metas que se lograron con El Nacional fue una tarea digna de ser recordada. Pero esa es la vida.
No olvido la fabulosa labor de Roberto Gerónimo, de Lissette Montolío, de Guillermo, de Taveras, de Hugo Medrano y decenas de dirigentes comunitarios abnegados.
Recuerdo haber dicho a Gautreau que deseaba mostrarle un apartamento de una familia armenia que huyó de su país a consecuencia de las masacres de multitudes de personas de esa etnia y las sangrientas persecuciones de que eran objeto.
El apartamento era supervisado por otro inolvidable amigo, Manuel Saladín, que en esostiempos se desempeñaba como administrador del edificio situado frente a Riverside. Para Manuel, ese lugar era como un museo venerado de una familia la mayoría de cuyos miembros ya habían muerto.
Recuerdo sus peculiaridades maravillosas, los cientos de libros encuadernados en piel, los muebles elaborados con madera centenaria, el estudio, la sala comedor, los extensos corredores, las habitaciones, las paredes recubiertas de ébano, todo de un gusto sofisticado, sobrio, elegante, refinado.
En uno de mis libros, “Llas puertas cerradas”, que obtuvo el premio principal del concurso literario de la Alianza Cibaeña, describo ese lugar como el refugio anhelado de gente que huyó de lugares peligrosos para evitar el asesinato inminente y cruel, el inmenso pero interrumpido amor de una pareja abatida por las circunstancias, la pasión viva de un hombre atribulado y una mujer increíblemente bella.
La vida es una enigmática leyenda que vivimos cada minuto, cada segundo. Y entonces, permanecerán las historias, los rostros, los momentos inolvidables, lo que vivimos, lo que nos hizo felices, lo que nos hizo sufrir.