Gatopardismo

Gatopardismo

Gatopardismo

Nassef Perdomo Cordero, abogado.

Hace pocos días leí El Gatopardo, obra maestra de la literatura italiana. Esta novela, llevada al cinecon unos magníficos Burt Lancaster, Alain Delon y Claudia Cardinale como intérpretes principales, está ambientada en un pequeño principado de Sicilia, donde sus protagonistas se enfrentan a los cambios que trajo consigo la unificación de Italia.

Una frase de ella ha pasado a formar parte del acervo cultural mundial y refleja la filosofía de una de las dos fuerzas en conflicto en el relato: “Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie”, con la que Tancredi explica a don Fabrizio su apoyo al nuevo orden en Italia.

A pesar de su genialidad y profundidad, es en cierta forma lamentable que la frase haya monopolizado el legado cultural de la novela. Lo digo porque, aun cuando resume de manera espectacular su mensaje, eclipsa otras observaciones perspicaces sobre cómo las instituciones sociales, culturales e institucionales hacen realidad esa máxima.

El gatopardismo no logra su cometido por arte de magia, sino a través de muchas pequeñas acciones que terminan logrando que lo viejo tome la forma de lo nuevo.

Una manera de resistencia que se manifiesta en acciones aparentemente inconexas pero que, aun cuando no sea la intención, llevan a un mismo fin: la permanencia de lo viejo travestido de nuevo.

En sociedades como la nuestra, las reformas institucionales se enfrentan a la influencia discreta pero constante del gatopardismo.

Por mucho que se impulsen reformas o nuevas visiones y políticas, lo viejo termina fortalecido por las nuevas formas. Muestra de eso son las reformas judiciales, cuyos resultados no han sido nunca los esperados porque los vicios del viejo sistema han terminado imponiéndose, a veces en beneficio y a veces en detrimento de sus actores.

Lo mismo puede decirse del régimen electoral y, sobre todo, de las garantías que las reformas a partir de 2010 debían crear a favor de los militantes de los partidos. Hoy en día el sistema de partidos no es significativamente más democrático que antes, con lo que lo viejo sigue triunfando sobre lo nuevo, aunque adopte sus formas.

El problema de todo esto es que los cambios son inevitables y, cuando se retrasan en exceso, quitan a veces la capacidad de dirigirlos a buen puerto. Tomemos nota del precio que eso tiene para la sociedad. En nuestro entorno continental hay ejemplos de sobra.