La interrogante de José Rafael Lantigua (Global No.98, enero-febrero, 2022) fue directo a la diana: ¿La filosofía salva a la humanidad de algo?, me planteó.
Hay que convenir con G. Deleuze y F. Guattari, contesté, en que la filosofía es la rigurosa disciplina, no el mero arte, por medio de la cual podemos crear conceptos.
No es un evangelio ni una receta ética ni una apuesta a resolver la cuadratura del círculo. No lo es.
Sin embargo, contiene toda esa problemática y tiene por misión desmenuzarla y trascenderla. Cuando salvas algo o a alguien es porque les has separado, aun sea temporalmente, del riesgo inminente. Más aun, de la catástrofe como escenificación del riesgo mismo, en palabras de Ulrich Beck.
En cada una de las áreas del saber, la filosofía afinca su vocación radical de procurar la revelación de la verdad, aun sea relativa, y de instaurar un método racional de percepción del ser humano y de su entorno; aspira a apartar esos saberes del dogmatismo, la ortodoxia, el fanatismo y el extremismo ideológico a que podría reducirse una relación antagónica entre “phatos” y “logos”, entre emoción y razón.
Sócrates, por ejemplo, eligió la muerte, a través de una pócima de cicuta, antes que renunciar a su propósito de salvar a la juventud, a las nuevas generaciones de griegos dotándoles del raciocinio como principio del conocimiento y de la libertad.
Lo que la filosofía sí ha hecho, y continúa haciendo, es prevenir a la humanidad acerca de los peligros que determinados caminos por ella trillados han podido y pueden representar para su presente y su sostenibilidad futura.
De manera que, si bien no salva, porque no es una tabla de salvación la filosofía, como tampoco un decálogo para la redención, lo que sí hace es crear los conceptos para las acciones humanas conducentes a su preservación y a su evolución civilizatoria.
Con el advenimiento de la era moderna tuvimos una revolución filosófica iniciada por Descartes y su preocupación por dotar al mecanismo de la razón de un método riguroso para enfrentar sus dudas en todos los ámbitos, cuestión que, paradójicamente, nos lleva a la sentencia de Pascal según la cual el corazón termina teniendo razones que la razón misma no es capaz de conocer. Con esa ambigüedad, con esa paradoja nos instalamos en los prolegómenos de la modernidad.
Hemos pasado de la Guerra Fría a una suerte de guerra tibia, que, aunque hasta ahora no parece trascender las amenazas, crea las bases discursivas y nos coloca ante las puertas de una probable tercera conflagración mundial. ¿Pudo la filosofía, si en su propósito albergase la pretensión de salvar, como la religión, a la humanidad, evitar que sucedieran todos esos acontecimientos? No, en modo alguno.
¿Estuvo ausente o se colocó al margen de sus causas y efectos? Tampoco. Su tarea consistió en crear los conceptos con los que se advirtieron los peligros, o bien, se anunciaron los beneficios de esos y otros tantos acontecimientos inherentes a una civilización cuyo progreso ha descansado, en cierta medida, en lo que Samuel Huntington llamó, precisamente, el choque de las civilizaciones.
La filosofía salva, en el mejor de los casos, al ser humano del peligro que este mismo representa para el presente y futuro de la humanidad.
El valor ulterior de la filosofía radica en la fuerza y la agudeza con que, sin olvidar la riqueza en la tradición de su pasado, y mientras analiza las coordenadas desafiantes y miserables del presente, construye los cimientos de su porvenir. Es ahí donde cobra el pensamiento su atributo de camino al infinito como tierra prometida del lenguaje y la razón.