La filosofía, al igual que la poesía, tendrá siempre por misión aportar hasta sus últimos recursos para la sustentación del honor del espíritu humano.
La pregunta, ¿filosofía para qué?, ya no solo concierne a la presumible inutilidad de la filosofía, o bien, de las ciencias humanas o las humanidades, a su sesgada percepción de una actividad situada en el orbe de la abstracción.
La filosofía, sin embargo, tiene su mayor sentido en la acción, en la generación de conceptos orientados a la comprensión y transformación del individuo, del sociosistema y del ecosistema en que se desenvuelve. Ella es el elemento seminal de la conciencia crítica de un tiempo, una sociedad y una cultura globalizados.
Con la digitalización, como primer motor de la globalización, y con la aceleración de la insurrección digital, como prefiere llamarla Alessandro Baricco (The Game, Anagrama, Barcelona, 2019), en vez de revolución digital, el conocimiento y los nuevos saberes disciplinarios, así como las llamadas profesiones clásicas han entrado en un estresante estado de crisis ante las posibilidades de elección de estudios superiores o competitividad para el empleo de las nuevas generaciones de jóvenes en casi todo el mundo.
A la decadencia de las humanidades clásicas se le aparejan, afortunadamente, las nuevas humanidades digitales y las artes de la innovación. Estas últimas pueden ser científicas, artísticas y sociales.
La hegemonía de los gigantes tecnológicos (Appel, Microsoft, Amazon y Facebook, entre otros) está forzando, por mor de la globalización, a una radical oposición entre un mundo online (digital) y un mundo offline (análogo), reflejada en la nueva encrucijada de la mentalidad online o la mentalidad offline, que ha dado lugar a un inédito universo de capacidades blandas que, a su vez, ha abierto decenas de nuevas formas de profesión o de empleos muy alejados de las profesiones y oficios tradicionales.
Preguntarse acerca de por qué o para qué filosofar en el mundo actual me hace recordar algunas anécdotas personales relacionadas al hecho de haber abandonado en la UASD la carrera de ciencias jurídicas, que originalmente elegí, para cambiarme a la de filosofías puras con aplicación en ciencias sociales, no sin enormes preocupaciones en mi familia.
No obstante, prefiero relatar lo que contestó Wittgenstein a su hermana mayor Hermine, según su propio relato, cuando esta le cuestionó el que, pese a su manifiesto talento, él optase por ser maestro de escuela rural para párvulos, a lo que el pensador contestó: “Tú me haces pensar en una persona que mira por una ventana cerrada y no puede explicar los movimientos peculiares de un transeúnte; no sabe que fuera hay un vendaval y que a ese hombre acaso le cueste mantenerse en pie” (Wolfram Eilenberger, Tiempo de magos, Taurus, Barcelona, 2019, p.74).
La filosofía representa, para quien la elige actividad vital, su forma de asumir su propia libertad. Pero, además, algo que le es consustancial, su propia responsabilidad como persona.
La filosofía tiene por fundamento cuestionar, y en el cuestionamiento, en la crítica, en la pregunta incómoda e incisiva, en la sospecha de lo establecido como saber es donde radican el conocimiento mismo y la libertad humana.
Aunque parezca éticamente descarriado y económica, política y tecnológicamente asfixiado el mundo global, habrá siempre una razón para filosofar. En la sociedad planetarizada actual, incluso, en el ámbito de la vida corporativa y de las cuestiones del Estado, la presencia del filósofo profesional se va haciendo cada vez más necesaria.
¿Por qué? Porque sin propósitos o estrategias bien definidas ni las empresas ni el Estado podrían sobrevivir en la globalización. El propósito y la estrategia son materia del pensamiento, y filosofar es, esencialmente, pensar y actuar.