La pandemia nos hace retornar a nuestro mundo interior. Mi padre era, como cantó Antonio Machado, en el buen sentido de la palabra, un hombre bueno.
De mediana estatura, con mirada noble. De voz muy suave, incluso al reprender.
Acompañaba, mientras aconsejaba o tejía leyendas a parientes y vecinos, el fluir de las palabras con ademanes lentos, como si las manos dibujaran emociones en el aire.
Surcar la tierra y preñarla de semillas, recoger y compartir los frutos, reproducir y ver crecer pequeños ganados, dar de sí y de lo suyo a los demás, aun teniendo poco, fueran cercanos o extraños, qué iba a importar, eran las estaciones de una oscilación pendular que daba sentido a su existencia. Un hombre de verdores y aromas silvestres extraviado en el brillo del asfalto citadino.
Su don más preciado, la dignidad. Respetó a ricos y pobres, ganándose de todos admiración y cariño. Otro de sus dones, la honestidad. Amó y cuidó de sus hermanos, amigos, esposa, hijos, sobrinos, nietos como si se tratase de una misión sagrada.
Similar al linaje de los Buendía de Macondo, a cientos de años de soledad, sembraba moldes de hielo entre maceteros de cáscara de arroz, en el patio enorme de nuestra casa en La Vega, para luego sacarlos uno a uno y limpiarlos, envolverlos pacientemente en papel de diarios viejos, y llevárselos a casa de su hermana mayor en los predios familiares de Río Verde. Eran tiempos de ausencia de energía y telefonía.
Era la única casa en kilómetros a la redonda, en la que el agua se bebía más fría que de lúgubres tinajas.
Murió hace treinticinco años, cuando apenas, en salud, había cumplido sus sesentiseis. Un accidente de tránsito le arrebató los sueños.
Aun con vida y camino del quirófano, me miró fijamente y deslizó dos lágrimas. Tomándome una mano quiso decir palabras, palabras que persigo todavía sin saber su significado, su color, su forma y sonido.
Nunca había escrito en prosa en torno a él, su vida, sus querencias, sus silencios, su lacerante y súbita partida definitiva. Sin embargo, en mis poemarios aparecen homenajes en verso a su memoria.
En 1984 (El ojo del arúspice), aun con vida, escribí una oda a su inmensa bonhomía. En 1992 (Lengua de paraíso), fallecido, le escribí una oración, que termina diciendo: “Padre, no me llames nunca, porque si escuchara tu voz es que te has ido”.
En 1994 (Deus ex machina) expresé: “Yo escribí como pintó Cézanne la tarde del día en que murió mi padre…”. Y en 2012 (Lenguaje del mar) le escribí un poema que reza: “Pájaros veloces que han perdido el sur,/ el norte de su vuelo./ Pájaros perdidos sin aliento ni señal./ Pájaros vacíos como yo/ la tarde que la muerte puso en jaque a mi padre./ La sombra expide un tufo a sudor, miseria./ La que no se siente casi, el alma de mi alma/ duele, sin embargo, como un tumor maligno/ en la epidermis./ Pesa la mirada./ Enlutan los recuerdos/ y la nostalgia suelta la brida de sus yeguas/ y el halo de la pena se aposenta entre las sienes./ Su trabajo era simple/ encordaba un reloj cada tres cuartos de hora,/ por la noche de la noche./ Mi padre amanecía con el sol en mi ventana./ Otra vez los pájaros que perdieron su cielo./ Otra vez el instante de aquel último suspiro./ La mirada tan suave, amorosa, comprensiva,/ cuya luz se apagó atrapada entre mis dedos”.
Fue cazador de albas confundido en la noche. Su cortejo fúnebre no veía final. Su don más preciado, la solidaridad. Acomodo mis pasos a sus permanentes huellas.