Nadie cuestiona hoy en día las deficiencias que acusa el sistema educativo dominicano, que incluye el nivel superior, con contadas excepciones, por lo que superar esa barrera representa un desafío esencial para que la República Dominicana pueda avanzar hacia un estado sostenido de desarrollo económico, político, social y cultural.
Indudablemente que se requiere de compromiso social para promover la meritocracia educativa, posibilitando el logro de avances sustanciales en la calidad de la educación que impacte a los estudiantes y profesionales, independientemente de su procedencia y condición socioeconómica y cultural, creando las oportunidades a los fines de que desarrollen las capacidades, competencias y valores que demanda esta sociedad global del siglo XXI.
Ante este panorama, el Estado, hace alrededor de un par de décadas, creó el Programa de Becas Nacionales e Internacionales, adscrito al Ministerio de Educación Superior, Ciencia y Tecnología, al que se han sumado otras instituciones autónomas y descentralizadas.
No se puede negar que esta iniciativa ha reportado beneficios, aunque no los esperados en la dimensión de la alta inversión presupuestaria pública.
El camino para lograr eficacia o eficiencia consiste en asumir la valoración ética que demanda una política pública de esa naturaleza. El momento ha llegado para que se revise el compromiso moral y legal de las partes involucradas: autoridades oficiales, universidades y beneficiarios.
La autoridad gubernamental debe ejercer su responsabilidad de supervisión; las universidades, nacionales o extranjeras, deben brindar contenidos de calidad en un ambiente de libertad, apoyándose en gerentes que comprendan sus roles y actúen éticamente, y que los maestrantes y doctorandos asuman el compromiso de egresar exhibiendo capacidades cognitivas respaldadas en un pensamiento crítico, flexible, libre y reflexivo, a fin de contribuir a la transformación de la sociedad.
La educación es la otra cara de la libertad, decía el libertador Simón Bolívar. En ella, cuando reúne los criterios de pertinencia, está la garantía de una vida adecuada, porque abre el camino hacia el bienestar social. La educación fundamentada en principios morales libera del miedo, de las ansiedades y alejan a las personas de la deshonesta práctica de la lisonja.
En ocasiones se ha tocado sentir vergüenza ajena en los momentos en que se cruzan en el camino los lisonjeros, a quienes, por supuesto, los comprendo, consciente de que es parte consustancial de la mediocridad humana.
El médico y escritor Francisco Moscoso Puello, en su obra Cartas a Evelina, un formidable ensayo, describe las formas de pensar y de actuar del dominicano a partir de su recurrencia a la lisonja para la búsqueda de beneficios grupales o particulares.
El hecho de que este comportamiento haya permanecido casi inalterable a través del tiempo obedece, en parte, a la marcada deficiencia educativa. Aprendamos de los mejores en el campo de la educación de calidad, como el caso de Singapur, hoy una de las economías de mejor colocación a escala global.
La mayor parte de mi vida la he pasado en las aulas, unas veces en el rol de estudiante y otras en ejercicio de la docencia. Igual en la casa, igual en la oficina, aparecen los diplomas, cuyo único significado está en institucionalizar ese activo cultural, en voz de Pierre Bourdieu, uno de los más brillantes pensadores franceses del siglo XX.
Los diplomas carecen de sentido si sus portadores se muestran incapaces de pensar en libertad y de manera crítica, flexible y reflexiva, alejados del mundo de la lisonja. Ningún profesional debe hipotecar la manera de actuar ni de pensar, menos para complacer el ego de alguien.