Corría 1949, cuando Pedro Mir publicaba su poema “Hay un país en el mundo” en el cual proclamaba acerca de República Dominicana: “Silenciosa, terminante. Sangre herida en el viento.
Sangre en el efectivo producto de amargura. Este es un país que no merece el nombre de país. Sino de tumba, féretro, hueco o sepultura”.
Impresionados con el asesinato de Emely Peguero, sacamos cuentas. 567 menores de edad asesinados de 2014 a la fecha, el 50 % por miembros de sus hogares. Entre 2011 y 2016 murieron asesinadas 1018 mujeres. 58 % de esas mujeres tenía entre 15 y 34 años de edad, y el 74 % de los asesinatos ocurrió en relaciones de convivencia.
La República Dominicana es un territorio abierto a la violencia. Un hombre que se creía policía mató a una mujer en plena vía pública para “ajusticiar” a unos atracadores. Hace menos de dos meses en pleno centro de la ciudad un hombre asesinó a sangre fría a un cuidador de un edificio que le impedía parquearse sin autorización.
La prostitución y violación de menores de edad son tan permitidas que el ex Nuncio pudo dar rienda suelta a su conducta pederasta sin tapujos.
Recordemos -por favor- que tan solo en el hospital Robert Reid murieron 6000 niños en 6 años; que en lo que va de 2017, 1620 bebés y 115 mujeres han muerto por causas asociadas al embarazo y al parto; que es un hecho asumido que más de 300 mil niños trabajen, así como es normal que las cárceles sean verdaderos mataderos de personas; como que a Vladimir Baldera lo mataran en San Francisco de Macorís; como las alrededor de 500 ejecuciones extrajudiciales anuales; como el haitiano Tulile que murió apaleado y colgado en un parque de Santiago y nunca va a caer un solo responsable de semejante salvajismo.
Todos los días en la prensa se invoca y se incita al odio racista sin ningún reparo, mientras la publicidad reproduce el machismo abiertamente.
Responder a esto no tiene nada que ver con atender una supuesta “crisis” o “pérdida de valores”. Leamos lo que dice Pedro Mir.
Es precisamente la trágica vigencia de la cultura y los valores más inhumanos, injustos y antidemocráticos lo que configura esta forma de convivencia donde matar y violentar no importa casi nada, y la impunidad reina.
La sociedad que Mir retrató, aquella en que un tirano podía matar y violar a quien quisiera, se internalizó y se incorporó en un orden cultural y moral que no ha sido desmontado, demolido ni superado…
Nunca se ha perdido ni ha hecho crisis. Lo podemos ver campeando en los periódicos y en discursos públicos sin ningún tapujo y gobernando la vida de millones, sobre todo de hombres.
La regeneración cultural y ética de esta sociedad es indispensable. Donde la muerte, la violencia y la impunidad no sean parte del paisaje, el Trujillo interno desaparezca, y no convivamos en una tumba con sangre herida en el viento.