He amanecido con el rostro de mi desaparecida madre en la mente. Me dormí tarde releyendo mi novela “Estas oscuras presencias de todos los días”. La historia me provoca una sensación inenarrable de tristeza y angustia. Pienso, a seguidas, en tantas mujeres quebrantadas, maltratadas, abandonadas y asesinadas. En mi propia madre, víctima de la enfermedad.
En la Patria, la madre de todos. Cierro los ojos y la imagino como un ser humano de “carne, huesos y esperanzas” como decía Jack Maritain, reuniendo ánimos, respirando profundo. La pienso cuando se pone de pie, despacio. Me admira la conciencia de sus elevados propósitos.
La vida se percibe a veces desbordada de rarezas y misterios. Mi madre Aurelia ha estado a mi lado por largo rato. Contemplo su rostro extraviado en la bruma de los años. ¡Qué difícil es contener el dolor y las lágrimas!
Los sufrimientos provocados por un derrame cerebral, la parálisis de las extremidades y la enfermedad de Parkinson. Se quejaba, sí, pero siempre regalaba a sus hijos una sonrisa deslumbrante. O un consejo, una palabra de amor y comprensión.
En la novela se describe el despertar de una angustiada mujer al asomarse la noche. “Es de tarde. A través de las persianas se filtra una luz mortecina y sosegada, sin el baño de oro del crepúsculo. Es el despertar de un sueño incómodo y amargo. No hay energía eléctrica. El ventilador se ha detenido y Madeleine, la homicida, ha abierto los ojos en una niebla de estupor, asombro y pesadumbre”.
“Permanece desorientada y por instinto mira hacia la cuna. Levanta el mosquitero de flores de seda y entre ligeras sábanas azules vislumbra una pequeña forma humana que respira con armoniosa suavidad”.
La vida del personaje, Madeleine, está plagada de misterios. “Una sucesión de escenas desconcertantes cruzan por su mente. Es, por un momento, una niña. Está muy alegre y canta. Sentada al borde de lo que parece un precipicio porque en el fondo distante, entre oscuridad, hierbas maltratadas y arbustos indecisos, crepita la marcha furiosa de un arroyo de suciedades. Ella, no obstante, se siente al margen y mueve sus pequeñas piernas, y las notas de su canción juguetean en el aire”.
“Es también de tarde y no hay sol… La claridad que llena el aire es fría, un tanto turbia, como si el mundo agonizara a la espera de una precipitación eterna que sepultará todo cuanto existe. Se mira desertando de una casa, una acuarela deformada y alucinante: techo a dos aguas, estructura deforme, una galería estrecha. Un muro de concreto pintado de verde, un descuidado jardín, escuálidas flores de sol, que luchan por obtener una franja de luz.
“Viviendas similares se organizan en torno a una calle destrozada. Zanjas que acumulan agua sucia e insectos. No se siente feliz. Sus ojos son negros y grandes pero carecen de brillo. Su piel, que debería ser un trozo de sol, de naturaleza, es áspera y desolada.
“Hay malestar en el rictus de sus labios. Deja atrás la calle y descubre una prolongada avenida bordeada por un mar apacible, tan azul que es como un sueño en el sueño. La soledad la oprime hasta robarle la respiración. No hay señales de vida. Solo ese mar inmenso, cercano, distante, tan apacible que no parece real. Oscurece. Imagina ese panorama descarnado y avieso, completamente sola…”
Abro los ojos. No es, ya, la imaginación ni el sueño. Las noticias nos hablan de “miles de personas” dedicados al placer y la diversión en tierras extrañas. De nombramientos disfuncionales y escandalosos salarios. Amantes damiselas del poder desbordadas por una existencia de lujos. Millones de dólares robados mientras el virus, el desempleo, el hambre, la desnudez y la miseria asesinan sin compasión alguna a miles de mujeres, de hombres, de niños.
Ha sido una noche de sueños y de realidades. Despierto abatido. Miro hacia afuera y el panorama es gris. Un día oscuro, ingrato, quizás.