Ahora, cuando algunos países dan pasos hacia la desescalada del confinamiento, se abre una interrogante importante: ¿Es necesario mantener el estado de emergencia durante el proceso de normalización?
La respuesta es afirmativa.
Como puede comprobar cualquiera que siga las noticias internacionales, las medidas tomadas contra la pandemia no se están desmontando todas a la vez.
Por el contrario, se trata de un proceso aún más complicado que su implementación original.
Las economías se están abriendo poco a poco, en un progreso lento y con vueltas atrás. Ejemplo de esto son Wuhan, Singapur y Corea del Sur que tras relajar las medidas han debido retomarlas por los nuevos brotes de contagio.
Nada de esto es posible sin un estado de emergencia que permita mantener un régimen de restricciones al libre tránsito y al derecho de reunión, por muy limitados que fueren.
De tal manera que mientras se produce la desescalada el estado de emergencia debe continuar.
La simultaneidad apuntada es una pequeña muestra de la dificultad del proceso que nos espera.
La urgencia con que se tomaron las medidas es inversamente proporcional a la calma que tendremos que acopiar para desmontarlas. Esto afectará no sólo la economía, sino también nuestra vida institucional.
Por extraño que parezca, el estado de excepción es nuestra nueva normalidad y lo seguirá siendo por buen tiempo.
A nuestro favor tenemos que la reforma constitucional de 2010 diseñó un régimen de los estados de excepción mucho más adecuado que el vigente hasta ese momento, capaz de modular su intensidad para cubrir las necesidades reales, y no más.
Sin embargo, ello no implica que descuidemos la institucionalidad.
Por el contrario: tendremos que encontrar la manera de compatibilizar esta situación anómala con la vigencia de derechos y la vigilancia constante que esto requiere.