Esta amargura de todos los días...

Esta amargura de todos los días…

Esta amargura de todos los días…

Roberto Marcallé Abreu

MANAGUA, Nicaragua. Pese a la distancia, de miles y miles de kilómetros de República Dominicana, alcanzan a nuestros oídos quejas muy amargas y exclamaciones de dolor, y uno se siente testigo del lento descenso de las lágrimas, los ojos se alteran y enrojecen y la amargura diseña como un rastro o una huella de un sufrimiento que nace de las entrañas y al que resulta imposible ponerle nombre.

Uno contempla, entre angustiado e incrédulo, los restos mortales del que en vida fuera un hombre público relevante, varias veces presidente del Senado de la República y de quien se opinaba alcanzaría alguna vez la dignidad de la primera magistratura del Estado.

A su lado, en las desconcertantes imágenes que todos hemos visto, muy cerca de sus manos, el arma con la que puso fin a su vida.

El rostro vagamente sereno aún, de una persona para quien los males de este mundo ya no importan. El gesto apagado y distante. Se sabía, porque lo había declarado, que era víctima de una enfermedad terrible e indomable.

Y uno cierra los ojos y piensa que ese mal ha arrastrado a la muerte prematura a varias de nuestras figuras notables, dejando tras de sí no solo pesar y angustia sino estragos devastadores que aniquilan tanto el alma como el cuerpo.

Quizás sea esa la razón por la que su familia se ha rehusado a que los restos mortales de Reynaldo Pared Pérez sean velados en los salones de la organización política a la que perteneció desde siempre. Asimismo, ha rechazado los ceremoniales que le corresponden protocolarmente en las cámaras legislativas.

Las quejas se vislumbran como nubes viajeras. Se habla del dolor y la amargura de sus parientes quienes califican como indigno el trato de que fue objeto en vida por relevantes compañeros políticos mediatos e inmediatos. Y, aunque por respeto no rechazan sus aproximaciones, no parece que les agraden ni satisfagan las exclamaciones laudatorias de quienes procuran presentarse ahora como compañeros de ruta, seguidores o correligionarios.

El quehacer político en República Dominicana ha estado impregnado de gran maldad y de una perversidad que desconoce límites. El apetito desmedido por alcanzar o mantener posiciones públicas con propósitos equívocos ha desvirtuado la creencia del Padre de la Patria quien consideraba que la política era la más pura y desprendida de las ciencias.

A pesar de haberlo sufrido en carne propia, Juan Pablo Duarte asumió como una norma de conducta la verticalidad y lo ético hasta el último instante de su vida.

Tan pronto surge la distorsión, el equívoco, los apetitos desenfrenados, la virtud, la decencia, el respeto, se deshacen en mil pedazos como una pieza de porcelana.
Pared Pérez no ha sido ni será el único a quien el desencanto, el desengaño y la amargura, provocará daños devastadores en su existencia, abriendo las compuertas a sentimientos tenebrosos que terminan por apropiarse de su mente y de su corazón.

Pienso en José Francisco Peña Gómez, el rostro abatido, el dolor en cada gesto, físicamente irreconocible, perdonando a sus rivales y adversarios por las tantas maldades y ofensas sufridas mientras se deslizaba, sin tregua, hacia un final catastrófico, más triste y amargo que todo lo que uno puede suponer o imaginar.

Pienso en el angustioso final de Jacobo Majluta, de Jacinto Peynado, de don Antonio Guzmán Fernández. ¡Son tantas las conductas y hábitos que debemos cambiar de manera radical en este quehacer en procura de devolver a esta actividad la grandeza de que debe ser digna!