El octavo mandamiento del decálogo de Juan Bosch para escribir un cuento dicta lo siguiente: “Cada cuento es un universo en sí mismo, que demanda el don creador en quien lo realiza. El escritor de cuentos es un artista; y para el artista (sea cuentista, novelista, poeta, escultor, pintor, músico) las reglas son leyes misteriosas, escritas para él por un senado sagrado que nadie conoce; y esas leyes son ineludibles”. La primera ley es la afluencia constante; la segunda, la del uso de las palabras indispensables para expresar acción.
En sus “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos” (1958), Bosch delinea las técnicas fundamentales para construir una historia breve e intensa, en la que no cabrían ni debilidad ni digresión ni desvío; tampoco obviar que en un cuento el hecho es el tema, y que en su espacio y tiempo no hay lugar sino solo para un solo tema. Ese hecho o tema no puede ser cualquiera, debe ser humano, que conmueva al lector, no solo local, sino universal. El imperativo de que el cuento debe relatar un hecho y nada más que uno es lo que prefigura y demanda su relativa brevedad; aunque podría extenderse, pero, siempre en torno al mismo hecho.
En tal virtud, el maestro señala que el cuento debe empezar con el protagonista en acción, sea esta física o psicológica. Pero, nada de esto sería posible sin que el autor mida la intensidad de su vocación para escribir cuentos. Cuento quiere decir llevar cuenta, con palabras, de un hecho.
En su “Decálogo del perfecto cuentista” (1927), el maestro uruguayo Horacio Quiroga subraya ingredientes esenciales para escribir un buen cuento, entre los que destacan creer en un maestro como en Dios mismo; sentir la escritura como una cima inaccesible; desarrollar la personalidad del escritor como tarea de una larga paciencia; tener fe en el ardor de la creación y no en el triunfo presumible; medir bien las palabras con las que iniciar y cerrar una narración; hallar el adjetivo preciso; asumir el cuento como “una novela depurada de ripios”; evitar escribir atrapado en la emoción: hay que matarla, para revivirla en la trama, y por último, escribir sin pensar en el éxito o en el interés que pueda despertarse en los demás, es decir, escribir para sí mismo y sus personajes.
En el texto titulado “Del cuento breve y sus alrededores”, de “Último round” (1969), y en el ensayo “Algunos aspectos del cuento”, publicado en la revista “Casa de las Américas”, número 60, de 1970, el inigualable Julio Cortazar deja esbozado una suerte de decálogo acerca de cómo manejarse en estas lides, guardando distancia del espíritu de las recetas y valorando las enseñanzas de Poe y Quiroga.
Subraya, entre otros aspectos, la no existencia de leyes, sino de puntos de vista para escribir un cuento; se trata de una síntesis centrada en lo significativo de una historia; como en su adorado deporte del ring, el cuento debe ganar por “knock-out”, mientras la novela ganaría por puntos; la calidad del cuento va a depender del buen o mal tratamiento del lenguaje y la técnica, no de si son buenos o malos los personajes; significación, intensidad y tensión son las piedras angulares de un buen cuento; el cuento cierra un mundo como una esfera y debe procurar trascender a su propio creador; es en la alteración de lo normal donde radica lo fantástico de un cuento y no en el uso excesivo de la fantasía, y no se puede escribir cuentos si no se disciplina el oficio de escritor.
Escribir cuentos comprende estos y otros desafíos.