La semana pasada continuó la cosecha de muerte que marca un ritmo desgraciado.
No fue distinta a la anterior, ni lo será a la presente, ni a las que seguirán. Las mujeres dominicanas pagan, en carne propia, la culpa colectiva de una sociedad que solo ahora despierta de su letargo y empieza a darse cuenta de que la violencia de género no es normal ni aceptable.
Somos un país que dice valorar a la mujer, pero que, al mismo tiempo, reacciona con desagrado cuando reclama derechos.
La idealizamos, atribuyéndole características propias de santas, pero con la expectativa de que no tenga intereses terrenales ni mancille la imagen que tenemos de ella exigiendo un espacio propio en la sociedad.
Es decir, queremos definir nosotros su valor y su papel, sin que opine, porque “calladita se ve más bonita”.
Y ni hablar de la doble moral que nos permite a los hombres hacer galas de la fogosidad tropical, y al mismo tiempo buscar culpas sexuales en las víctimas del maltrato.
Bien nos retrató a los dominicanos, sin saberlo, sor Juana Inés de la Cruz en su Redondillas: “Hombres necios…”.
Ahora, cuando ya no es posible esconder la crueldad contra las mujeres dominicanas, buena parte de nosotros persiste en buscar las razones de los asesinos.
Como si la muerte de la víctima pudiera encontrar explicación en sus propias faltas y no en las de quien tira del gatillo, hunde el puñal o atenaza el cuello. Queremos resolverlo con supuestas fórmulas de comportamiento femenino a las que en nuestro extravío les atribuimos capacidad de evitar la desgracia. Al final, la culpa es de ellas.
No es cuestión de filípicas ni tampoco de buscar imponer códigos de conducta decimonónicos a las mujeres.
Tampoco sirve buscar supuestas superioridades morales, que nadie puede reclamar y que el autor de estas líneas no pretende. Lo que nos toca hacer como sociedad y como individuos es escuchar.
Aprender de ellas cómo las bromas que nos parecen inofensivas, las actitudes que respetamos por tradicionales y las reglas a las que nos hemos acomodado, contribuyen a esta desgracia.
No es que las mujeres no hayan estado denunciando lo que sucede, es que lo han hecho y no hemos escuchado. La necesidad de cambio no está en ellas. Está en nosotros.