El anuncio hace poco más de una semana de los cinco nuevos miembros del Tribunal Constitucional, ha dado de qué hablar. Sobre todo a quienes se muestran decepcionados porque el Consejo Nacional de la Magistratura incluyó a personas que ocupan lugares distantes en el espectro ideológico.
Para estos últimos, el Tribunal Constitucional debe estar compuesto sólo por personas que comparten su visión de las cosas. Un error básico porque, independientemente de su inclinación ideológica, un Tribunal con esas características estaría condenado al fracaso.
Y la razón es sencilla y obvia: un tribunal en el que todos están de acuerdo en todo es incapaz de debatir ningún tema. Toda discusión apuntará a cómo plasmar un resultado predeterminado. Aumentaría también la tentación y el riesgo de un gobierno judicial, algo que es anatema a la judicatura democrática.
Es por ello que, como liberal, me parece correcto y deseable que el Tribunal Constitucional tenga una matrícula que incluya conservadores y, obviamente, también liberales. Sin esa pluralidad es poco lo que puede esperarse de un tribunal constitucional. Ahí radica su riqueza.
Los sistemas constitucionales son, y deben ser asumidos como mecanismos de convivencia y no de imposición. Es normal que, como requisito de la existencia de un Estado, se verifique el monopolio de la violencia legítima, pero no quiere decir esto que controlar a la población sea su razón de ser.
Este objetivo fundamental sólo se presenta en los estados totalitarios, y no es el que manda el artículo 8 de nuestra Constitución, que ordena al Estado tener siempre como propósito principal la protección efectiva de la dignidad y los derechos de la persona.
Para esto es necesario que órganos como el Tribunal Constitucional sean plurales porque, si han de tener esa importancia en la vida de todos, es preciso que se parezcan a la sociedad y no uno.