Epístola a un facineroso señor

Epístola a un facineroso señor

Epístola a un facineroso señor

¡Qué suerte tiene, señor!

Ayer vi horrorizado a varios hombres golpear despiadadamente en plena vía pública a un joven delgado y de baja estatura, que supuestamente había robado un salami y cuatro panes.
¡Qué suerte tiene, señor!

Ese triste espectáculo jamás será protagonizado por usted. JUAN HURTADOR, -así se llama el acusado- no tiene la apariencia de buen vivir y su ropa no lleva la etiqueta de un modisto de París.
¡Qué suerte tiene, señor!

Usted podría ser acusado de cleptómano, jamás de ladrón. Y como la cleptomanía –de acuerdo al doctor Cienciólogo y la licenciada Complicidad- es una enfermedad, nadie se atrevería a ponerle un dedo encima, porque sus “detractores” saben muy bien que tendrían que arrepentirse.

¡Qué suerte tiene, señor!

Juan Hurtador fue llevado al destacamento más cercano y durante el trayecto una andanada de trompadas, patadas y palos caían sobre su cuerpo; por boca y nariz manaba sangre y sus ojos se escondieron detrás de dos bolas negras de carne formadas por el castigo corporal que le aplicaron sus verdugos.

¡Qué suerte tiene, señor!

Si esos mismos hombres lo sorprenden con sus manos en la ubre de la vaca nacional, huirían aterrorizados con los ojos cerrados para “no ver lo que vieron”, porque saben que en nuestra sociedad es pecado imperdonable tratar de bajar a un santo del altar donde se encuentra gracias a sus inescrupulosas habilidades y a su peligrosa influencia gubernamental.

¡Qué suerte tiene, señor!

En el diccionario de los “honorables” fue excluida la palabra ladrón. Un iluso insistía en que la misma suerte tenía que correr la palabra cleptomanía, pero el juez, consecuente y sabio, que es su amigo y consejero, se opuso rotundamente.

¡Qué suerte tiene, señor!

Juan Hurtador lloraba y gritaba su inocencia, pero su voz ya era indescifrable porque uno de los palos recibidos lo hizo caer de bruces y el impacto de su cara con el pavimento le arrancó parte de su dentadura y su voz se ahogaba con la sangre y la saliva que como espuma de jabón brotaban de su boca.

¡Qué suerte tiene señor!

Usted pasaba en ese preciso momento por el lugar de los acontecimientos y para demostrar su compasión delante de las distinguidas personalidades que le acompañaban ordenó a su chofer que detuviera su lujoso automóvil y le dijo en tono imperativo a uno de los verdugos que por qué golpeaban a ese hombre. –¡Por ladrón, señor!-

Entonces, a usted se le arrugó la cara y de inmediato le ordenó de nuevo a su chofer que subiera los vidrios y continuara la marcha. Pero su esposa, doña Confabuladora, no se pudo contener y dijo con marcada indignación: –

Se lo merece. –Si por mí fuera los mataría a todos-. Juan Hurtador no tenía suficiente dinero para contratar abogados y demostrar su inocencia en el tribunal de su amigo. Perdió su dentadura, un ojo, su honra y su libertad. Pero usted no, mi señor. Usted sabe cuándo, dónde y cómo meter la mano y llenar sus bolsillos con los dineros del pueblo.

Usted por ser millonario, respetado y sobre todo temido, no pasará jamás ni de visita por una de las apestosas y deprimentes cárceles dominicanas y mucho menos por uno de los tantos hospitales sin medicina a donde tienen que acudir diariamente con el estómago vacío y gravemente enfermos miles de hombres, mujeres y niños.

¡Qué suerte tiene, señor!

Probablemente usted sea condecorado por sus “valiosos servicios” y se le conceda una jugosa pensión como recompensa.

A los demás, a los “pendejos”, a los verdaderos y honorables ciudadanos, a los que rinden culto al trabajo, la honradez y la decencia, cuando ya están viejos y enfermos los mandan para su casa con el salario mutilado para que se acaben de morir de hambre.

Pero a esos hombres y a esas mujeres, que son, aunque lo ignoren, fanal y luz, futuro y esperanza de la patria, yo les quiero decir que no todo está perdido. Después del abismo hay tierra fértil y gente nueva. Crucemos el abismo y empecemos de nuevo.
Esta epístola fue inspirada por una historia real.



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