En su cápsula “Día x Día” que publica el periodista José Báez Guerrero en la página “Puntos de Vista” de este periódico, se quejaba el buen amigo de cuán ruidosos somos los dominicanos.
Al leer su lamento no pude menos que asentir, aunque en cierto modo me alentó descubrir que no estoy solo en el sufrimiento que me produce la mentada violación a la paz y el sosiego a que creo tener derecho.
Me viene a la memoria la vergüenza que pasé una vez en Punta del Este, Uruguay, cuando almorzaba con un grupo de compatriotas en un acogedor restaurante junto al mar, y nuestra conversación, que versaba amigablemente sobre el tema de la contaminación del medio ambiente, fue subiendo de tono, al grado de que más bien parecía que se trataba de una agria discusión con ribetes de violencia.
Cuando ya no resistió más, un parroquiano que ocupaba una mesa vecina nos increpó: “Quienes están contaminando el ambiente son ustedes” -dicho lo cual abandonó el lugar con un fuerte portazo.
Pero no es solo el ruido innecesario lo que me saca de casillas. La otra plaga que no soporto es la impuntualidad. Se ha hablado y escrito mucho de este tema, pero nunca será suficiente insistir en ello.
La impuntualidad, aparte de lo costosa que resulta a la larga, es la más descarada forma de desconsideración y falta de respeto que puede concebirse.
Al impuntual no debe dársele oportunidad esperándole para iniciar una que otra actividad. Por el contrario, a la hora señalada, deben cerrarse las puertas para que quien llegue tarde no pueda entrar.
Guerra a los ruidosos y a los impuntuales, dos plagas que nos persiguen y que solo nos causan molestias y atrasos.