El ser humano es ambicioso por naturaleza y por sus niveles de ambición es que cada uno logra alcanzar las metas que se propone en la vida. Es decir que la ambición no es tan mala como muchos la creen.
Podemos y debemos ser ambiciosos siempre y cuando tengamos claro que no queremos pasar por la vida solo para que se diga ‘por aquí pasó’, porque ese no puede ser nuestro objetivo.
Nuestro objetivo debe ser pasar y hacernos sentir, proponernos metas, soñar con una mejor vida, destacarnos en lo que hacemos, escalar posiciones, ser competitivo sin tener que hacer daño a quienes nos rodean, etc.
Esa es la ambición que debemos ejercer y no la avaricia que ha vuelto insaciable a muchos y pretensiosos a otros.
Es la avaricia lo que nos tiene viviendo en un mundo de fantasía, en el que se nos ha vendido la idea de que obligatoriamente debemos ser una sociedad de consumo de vanidades y que si no lo hacemos, simplemente estamos atrás, quedados o no tenemos valor porque no tenemos nada.
Y por eso nos hemos creído que debemos hacer hasta lo imposible para conseguir dinero para adquirir, muchas veces, lujos que no necesitamos, sin importar dejar de lado cosas de mayor importancia como los valores y la familia, aunque hay quienes piensan que con darle a la familia todos los bienes materiales es suficiente.
La avaricia lleva a muchas personas a convertirse en insaciables, a tal punto que enfocan el lente de su vida hacia el objetivo acumulación de riquezas, y eso los lleva a convertirse en esclavos del dinero y lo material.
En ese renglón los que más sobresalen son los políticos, que por más honrados que quieran ser cargan sobre sus hombros la pesada cruz que les ha impuesto la sociedad, cuando los califica a todos por igual como un grupo de farsantes y corruptos.
Precisamente ha sido la clase política responsable de que casi todo el mundo tenga la percepción de que el que ingresa a trabajar a la administración pública va a ‘buscarse lo suyo’, a hacerse rico, a beneficiarse con lo que no le corresponde.
Esa mala creencia se ha extendido tanto que si un servidor público desarrolla una labor correcta entonces lo vemos como un pendejo, porque estuvo o está en un lugar donde pudo hacerse de dinero, haciendo lo malo, y no lo hizo. Qué pendejo.