Entre Cristo Rey y la historia: un hijo de la generación X

Nací el 27 de junio de 1970, justo cuando la República Dominicana se encontraba en pleno proceso de transición de la dictadura y la democracia, entre la sombra de los doce años de Balaguer y la esperanza contenida de una sociedad que aspiraba a más libertad.
Crecí en las calles de Cristo Rey cuando empezaba a cambiar el polvo por el asfalto, un barrio lleno de vida donde la infancia se tejía entre juegos de «plaquita», carreras interminables, caminatas al Estadio Olímpico y tardes de béisbol improvisado. La muerte era algo lejano, una noticia lejana… hasta que un amigo fue atropellado por un carro sin luces. Entonces descubrimos que la infancia también podía doler.
En mayo de 1978, cuando apenas tenía ocho años, mis padres nos llevaron al campo para protegernos de la tensión política que envolvía las elecciones. Se hablaba de fraude, de golpe de Estado.
Recuerdo a mis primos debatiendo si Balaguer se quedaba o llegaba el cambio. No entendíamos bien, pero algo nos decía que el país estaba a punto de dar un giro. Y lo dio.
Aquella victoria de Antonio Guzmán marcó el inicio de una transición democrática que, aunque inestable, sembró en muchos la idea de que era posible un país distinto. Ese es mi primer gran recuerdo vinculado a la situación política.
Mi adolescencia transcurrió entre la parroquia San Pablo del sector La 40 de Cristo Rey, la pastoral juvenil y el influjo de los documentos de Puebla y Medellín de la Conferencia del Episcopado Latinomaericano (CELAM).
Allí aprendí que había una opción preferencial por los pobres, que los jóvenes podíamos ser agentes de cambio, que había que vivir con dignidad incluso en medio de la pobreza.
Bajo la guía del padre Camilo y con el apoyo de figuras externas al barrio que hicieron acción social con nosotros, descubrimos que no teníamos la culpa de ser pobres, pero sí la responsabilidad de no ser sucios, y ese lema lo convertimos en bandera. La autogestión suplantaba la autocompacción.
La solidaridad entre amigos se convirtió en una hermandad de por vida.
La visita del papa Juan Pablo II en 1984 fue un hito personal. Lo vi y lo escuché en la misa para la juventud en el antiguo hipódromo Perla Antillana. Sentí que mi causa no era pequeña, que ser joven, pobre y creyente no era un obstáculo, sino una vocación.
Mis padres, dos personas pobres que vinieron de la ruralidad a la ciudad, me enseñaron que el estudio era el camino.
Me inscribieron en el Liceo Secundario y Comercial “Víctor Estrella Liz”, conocido como «La Perito» para que tuviera opciones laborales. Era uno de los más jóvenes del liceo, y cada día caminaba desde Cristo Rey hasta las aulas.
Estaba en clases cuando se desató la revuelta de abril de 1984, y fuimos despachados sin saber que la ciudad ardía por el alza de los precios y el ajuste económico.
La violencia estatal dejó decenas de muertos. Fue una huella imborrable.
Terminé el bachillerato técnico en contabilidad, pero no fui seducido por los números, aunque aun me pascina la lógica matemática.
La vocación periodística, sembrada en los grupos juveniles, pesó más. Ingresé a estudiar Comunicación Social y, con apenas 18 años, el director del Listín Diario, don Rafael Herrera, me abrió las puertas del periodismo profesional. Me tocó cubrir barrios y comunidades, y allí encontré las primeras pistas del drama migratorio: viajes ilegales en yola, desaparecidos en el mar, familias rotas por la desesperación.
Descubrí que la migración era más que un titular, era tragedia y esperanza mezcladas. Pero también se afianzó en mi la determinación de no emigrar. Lucharía en mi país, único lugar del mundo donde soy un sujeto nominado y no una estadística más.
El salto más abrupto en mi carrera profesional, que me cambió radicalmente mi concepto de la técnica del periodismo, ocurrió con la tragedia aérea de Puerto Plata en 1996.
La cobertura intensa me abrió las puertas a la agencia de noticias Associated Press, y desde allí fui testigo de primera línea de los eventos que marcaron al país y a Haití. Para esa agencia cubrí, con una mirada internacionalista, la caída de Jean-Bertrand Aristide en Haití, elecciones dominicanas en disputa, pactos políticos como el de 1994, el ascenso de una nueva clase política, y también el auge y caída de los grandes capos del narcotráfico.
La reforma constitucional de 1994 y la posterior ola de reformas al Poder Judicial nos hicieron sentir que dábamos un paso hacia una nueva institucionalidad. La mejora fue real.
Eso marcó un antes y un después en la confianza ciudadana en las instituciones.
Soy generación X. Lo sé porque una mañana en la redacción del Listín nos encontramos con que habían retirado todas las maquinillas. Solo había computadoras.
El salto fue abrupto. Del papel carbón al correo electrónico. Del teléfono fijo al celular. De las cartas al WhatsApp.
Del periódico impreso al tuit. Del teletipo a la nube. Del lápiz rojo al algoritmo. Aprendimos en el camino. Nos tocó adaptarnos también al advenimiento de las redes sociales y la inteligencia artificial, todo sin estar aún en edad de retiro.
Tenemos que seguir siendo competitivos y a la vez acompañar a la generación que se prepara para ser relevo, como una vez lo fuimos nosotros.
También sé que soy de esa generación porque he sido resiliente, leal sin sentirme esclavo, comprometido sin perder el juicio crítico.
Viví los apagones eternos, el miedo a la inflación, la crisis bancaria de 2003, las crisis post electorales. Vi cómo el país salía del autoritarismo para abrazar la democracia, con todas sus imperfecciones.
Acompañé desde el periodismo las reformas institucionales, el empoderamiento ciudadano, los escándalos de corrupción, el surgimiento de las redes sociales como un nuevo campo de batalla.
A veces me detengo a pensar en todo lo vivido y en lo que aún está por venir. Miro a mi alrededor y veo un país que ha cambiado y sigue cambiando. No somos perfectos, pero tampoco somos los mismos. Yo tampoco lo soy.
Esta es mi historia. La de un niño de Cristo Rey que quiso abrirse camino y que fue feliz en la pobreza material. La de un periodista que aún cree que contar lo que pasa puede ayudar a cambiarlo. La de un dominicano que lleva en la sangre los aciertos y las cicatrices de su generación.
Soy generación X, que nací en una familia que era rica en cariño y que junto a mi esposa Ángela formé una familia en la que Dios es el centro, el respeto la norma y el amor es la fuerza que todo lo mueve.