Ensoñaciones de un desvelado solitario
La soledad es la marca distintiva, la mancha indeleble del ser humano del siglo XXI. Una profunda e ineludible sensación de soledad nos afecta como si se tratase de un virus sin antídoto, una epidemia incontrolable y letal.
Fluimos como autómatas en el desfiladero de las muchedumbres que consumen por consumir, viven sin vivir, aman sin amor, y sin embargo, su atronador bullicio no nos despoja del castigo secular de sentirnos solitarios.
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Ensayamos aspirar a alguno de los lugares silenciosos de Peter Handke, incluyendo los váteres, en procura de alguna tregua interior, porque el taladro persistente e invisible de la soledad, como la mano del mercado, nos horada incesantemente y nos conculca el derecho a la paz.
Pero, ese lugar posible se nos aleja a cada intento de alcanzarlo. Me resisto a ser un turista más en este permanente tour de espíritus perplejos que descubren a cada paso un mundo en vertiginosa decadencia y autodestrucción, un mundo xenófobo, socialmente desigual y escandalosamente injusto.
La que presume ser nación más poderosa del mundo nos ha brindado en estos meses el más insufrible de los espectáculos banales de la democracia en descrédito.
Hillary Clinton y Donald Trump son la más fútil expresión de la degradación y el despropósito del ejercicio de la política como arte de la simulación, del escarnio como recurso retórico de la desfachatez, del simulacro y la mentira como artilugios de la mediocridad y la personal y execrable ambición de poder fáctico, con fines tenebrosamente inconfesables.
Son, a su pesar, marionetas de un férreo sistema de poder, enfrascado en sus dirigentes e ignorando la población. Se han mostrado, en sus interminables duelos y simulacros esperpénticos, como los anticristos del evangelio de una nación que ha hecho de la guerra su argumento para la paz y de la riqueza y el progreso su irónica metáfora del saqueo, la pobreza y la explotación de las naciones más débiles.
Todo ello, por supuesto, en nombre del bien común, del sueño americano exportable y de la frase narcótica Dios bendiga América. Aunque la democracia sigue siendo el mejor de los caminos posibles para las naciones, su estado enfermizo casi abismal, en vías del colapso, por la farsa de sus liderazgos, nos divide entre demócratas escépticos, insatisfechos y esperanzados. Del otro lado, los radicales y absolutistas.
Las ideologías han muerto. La esperanza agoniza y se retuerce de dolor. Los totalitarismos se sacuden el polvo de sus tumbas y resurgen desafiantes.
Los extremismos y fundamentalismos religiosos han cambiado los versículos por bombas y metralletas asesinas.
La muerte se disfraza de razón y amaga con devenir en la vida misma, en un desbocado estado de furia y demencia sin fronteras ni ley. ¿Cuál será la estrella que señale a la humanidad presente un camino distinto al de la ignominia y la miseria?
Es la violencia la única que no muere y su flagelo persevera en destruir las semillas de la vida y los cimientos de la civilización.
¿Será este el tiempo en que la violencia se confunda con la razón, el dolor sea el único lenguaje posible y la muerte se camuflaje como único destino, como nueva y fatal solución final de los designios? ¿Qué seré yo? ¿Un desvelado solitario en la perpetua noche de los tiempos?
¿El dogmático soñoliento de Kant o el paseante solitario de las ensoñaciones de Rousseau? ¿El escéptico del verbo incendiario de Cioran? ¿O me nutro del reto de la sabia pregunta de Montaigne, qué se yo? La soledad es el virus incurable del nuevo milenio. Sufrimos la incertidumbre y el miedo de ser.
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