Enseñanzas del vecino
Haití nunca ha dejado de enseñarnos la mejor manera de hacer las cosas. Lo hizo durante la era colonial y lo hizo después.
En su momento fue necesaria una lección de 22 años para que pudiéramos fundar un Estado con cierta consistencia y dotarlo de instrumentos, instituciones, nombres y el compromiso para que no muriera por infuncionalidad o ante el roce con otro Estado.
Diecisiete años después la incapacidad administrativa, falta de compromiso de los habitantes y el desconocimiento mataron La República bajo el mando de uno de sus padres fundadores.
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La derrota del ejército español, la segunda fuerza militar europea puesta a comer polvo en la isla -en Haití fue aniquilado el ejército imperial de Napoleón- fue posible, no sólo por la integración de todos en la lucha contra la presión llegada de fuera, sino por el apoyo de Haití, convertido en refugio de sediciosos y fuente de aprovisionamiento.
La mala política y la montonera no es un invento nuestro. El examen de la vida haitiana en el siglo XIX nos deja ver que tras la caída de Boyer en 1843 Haití fue una sucesión de generales y levantamientos que no pararía sino con la Ocupación de 1915, un hecho en el que no reparamos a tiempo y un año después recibimos una toma de esta amarga medicina.
Hasta ahora todo indica que vemos en Haití una fuente inagotable de mano de obra barata, un coto de aparcería, pero como damos de lado a una regla antiquísima según la cual todo acto tiene consecuencias, hoy nos vemos con una cantidad de haitianos en nuestra parte de isla que tiene, sin duda, un fuerte impacto en costumbres, educación, salubridad, pobreza, medio ambiente e imagen internacional que nos obliga en muchos casos a tomar un remedio amargo, como lo es el hecho de reconocer como lo que son -parte de nosotros- a los hijos de sus migrantes asentados de este lado de la frontera.
Y como nadie me cree cuando lo digo en conversaciones privadas, ahora lo escribo: más de la mitad de los haitianos que viven en nuestra parte de isla también son nuestros. Y lo son porque Haití no soporta la repatriación de cien mil de sus hijos sin que se caiga el gobierno por el impacto social y económico. La otra mitad no es nuestra porque acaso una razón emotiva los empuja a ir y a venir o a irse porque quieren morir allá, como les oía decirlo a viejos con 40 años en los bateyes de El Seibo.
Ante una repatriación masiva el mundo en el que compartimos nos condenaría por crueles y nos impondría sanciones de un impacto comparable al terremoto de 2010 en Puerto Príncipe sobre nuestro estilo de vida y en el plano político.
Todas estas son enseñanzas gratuitas de un vecino: Haití. Quien tenga ojos para ver, vea, y evite el crujir de dientes.
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