Desde el instante en que sabemos que nos convertiremos en madres empezamos a cambiar y anidar en nuestra mente, corazón y cuerpo el más puro, fiel y firme amor. Dios me ha premiado con tres hijos. Ellos han sido mi gran fuente de energía.
Verlos crecer, guiarlos, protegerlos, educarlos y brindarles todo el amor posible me ha hecho sentir viva aún cuando mis fuerzas me fallan, son mi farol por excelencia, cuya luz me enseña el camino y no permite que la oscuridad se anide mucho tiempo.
Los años han pasado y mis niños se van convirtiendo en hombres, y ese es precisamente mi mejor regalo. Verlos convertirse en personas de bien, con metas e ideas claras, capaces de ser críticos y expresar sus pensamientos y sentimientos con claridad, firmeza y determinación.
Aunque no nos preparan para ser madres, tampoco lo hacen para verlos partir de nuestro lado. Todo eso lo vamos aprendiendo en el camino, junto con ellos, pues son precisamente ellos nuestros grandes maestros.
“Tus tres varones se irán”, me han dicho muchos, y “no buscaste la hembra, la que te acompañará”, me dijeron otros. A todos contesté que sean hembras o varones, la regla es que los hijos se vayan. No hace sentido tenerlos atados cuando en nuestro momento también formamos tienda aparte.
Entender esto, vivir por y para ellos mientras nos necesiten, dejarlos ir y recordarles que siempre estaremos cuando nos necesiten es realmente el rol que nos han encomendado.
Cuando parten, es el tiempo que tenemos para disfrutar lo sembrado. Una verdadera madre no es quien les da los peces para comer, es quien les enseña a pescar.