Ensayo sobre utilidad, preámbulos y advertencias

Ensayo sobre utilidad, preámbulos y advertencias

Ensayo sobre utilidad, preámbulos y advertencias

En mi vida no recuerdo un día tan maravilloso y divino que me haya hecho alucinar de manera fantástica. No me gusta mentir. Y pienso que la felicidad, en esencia,  nada tiene que ver con eso que algunos iluminados llaman días dorados o inolvidables.

No soy apática. Vaya palabra para definir a una persona racional, inconmovible, pero si tengo que mostrar las cartas, no me gusta andar con un rostro abierto y sonriente, como si fuera una vestal consagrada a la alegría. No creo en el otro extremo. Así que no comulgo con una tristeza extrema o cualquier emoción asociada. Si algún acontecimiento trágico ocurre a mí alrededor, miro, pero no me involucro. Me alejo sin preguntar. Vivo ubicada. No sé nadar y me pierdo con facilidad en las procelosas y altamente complejas aguas de la empatía. No tengo una gota de solidaridad en mi sangre. No me inmuto. Y cuando eso ocurre no albergo tristeza, culpa o desesperanza. A menudo pienso que es bueno que los afectados no reciban a tiempo la atención que merecen. Además, ¿qué tiene de malo mi actitud? En mi lugar otros, con mayor disposición, siempre ofrecen su mano amiga.

Tengo un temperamento férreo, indoblegable. No me irrito nunca. No soy proclive a un comportamiento impetuoso, agresivo. Nadie puede acusarme de ingratitud o deslealtad.

Las cosas que empiezan mal, no siempre terminan de manera caótica.

No quiero hacer una apología de mi persona, pero en el curso de mi vida durante las vacaciones me gusta levantar tejas, cantos rodados y caracoles. Eso me aligera el espíritu y puedo reflexionar con libertad sobre mí misma.

En medio de mis reflexiones, nutrida de indiferencia y falta de empatía, una voz autónoma se abre paso en mi conciencia y me pide:

            —Eugenia, define apología.

La voz. Escuché tan claro mi nombre y la orden que miré con detenimiento mi entorno, a izquierda y derecha. También hacia el techo.

No hay nadie conmigo.

¿Apología? Me escucho. Hablo para mí. ¿Qué pregunta? Y me rio.

Hay días que llego a la oficina y de inmediato, sin saludar a nadie, pongo una expresión de mirada perdida. Trato de parecer una Eugenia introvertida, ausente, innecesaria para involucrarme en conversaciones con temas banales. No es lo único que puede interpretarse como un malestar emocional. O sea, parecer ausente no tiene nada que ver con la predisposición de indiferencia hacia mi entorno. Eso incluye un trato agrio y distante con las personas que me rodean.

Evito que otras personas se involucren. No quiero que intenten modificar mi conducta. No entro en consideraciones. Odio las preguntas que me lleven a relaciones primarias.  Que si tengo esposo o vivo sola, que si estoy bien o por qué paso tanto tiempo en silencio, que desde cuando tengo esa costumbre. Que el mal genio puede dañar mi salud. Trazo una línea y marco distancia. Sencillamente hay estados anímicos que bajo ciertos controles, se pueden disfrutar.

La coraza personal no la conseguí de la noche a la mañana. En principio tuve que mostrarme firme. Hay personas que se empecinan y no respetan fronteras cuando quieren poner a prueba su capacidad de ser útiles.

El sentido de utilidad es controvertido. Irritante, a veces.

No soporto la gente que sin preguntar irrumpe, invade y se impone con la creencia de que puede salvarte o enderezar algo en tu destino.

Hay días que mi vida resulta un remedo de otras vidas inferiores. Amanezco con el alma de un pez rémora y nado en aguas de mar abierto buscando la protección de un tiburón agresivo, proveedor, con mandíbulas anchas.

En cambio, sufro sin compasión. Sufro mucho cuando voy por la vida caminando como una hormiga sin carga. O cuando duermo sin saber qué cosa soy, si lobo o caperucita, durante mi sueño. Si despertaré volando de flor en flor, o saltaré de la cama como un demonio cuando pite la alarma del reloj. El espejo del baño saldría, de manera inevitable, a mi encuentro. Avisándome que soy la misma de ayer, con un vientre protuberante, papadas y bolsones debajo de los ojos. Eso me quiebra y lloro sin consuelo.

A mi favor, como mujer, ¿qué puedo decir? No me soporto. Vivo una vida de náufrago. En la calle ningún hombre interesante me sostiene la mirada por más de cinco segundos. Ocurre muy a menudo, mientras camino por los pasillos de alguna plaza comercial y entro a las tiendas de género. Siempre hay algo que ver. Gente menuda, que mira y deambula; yo también voy a mi aire. No sé cómo termino atrapada por una red invisible de miradas.

Una mirada de hombre, y otra y otra, salen a mi encuentro, caen sobre mí, evaluando mis condiciones. No cesan. Son miradas de menos de cinco segundos, que, al vuelo, se apartan indiferentes, como si me perdonaran la vida. A veces ocurre que mi perfume los enloquece. Y puede que con el impacto de la fragancia logre pasar, momentáneamente, la prueba de atención más allá de los cinco segundos. Eso, claro, sucede de manera muy excepcional. En esos cinco segundos siento que me degrado, que pierdo un tiempo esencial. Tengo que ser valiente. No puedo alimentar mi alma con migajas de compasión. Dios mío. Quizá no deba darle tanta importancia, pero está en mi naturaleza. Soy de esa estirpe de mujeres sin atributos, que a primera hora de la mañana respira y llena de manera correcta los pulmones. La actitud indiferente de un hombre en la calle no me quita el sueño.

En cambio, ¿qué se espera de una amiga muy especial? La actitud de Minerva —así se llama ella— me confundió durante un tiempo. Sin que pudiera percatarme terminó arrastrándome, sutilmente, a un terreno minado. Amiga para todo. Confidente, solidaria, cariñosa, inteligente. Sin temor a los tropiezos. Y, como una luna llena clavada en el firmamento, no guarda secretos. Sí, pero advertí que con ella yo solo soy parte de un juego de contrastes. Reconozco que su belleza no es ordinaria. Tiene un cuerpo venerable y natural. Una belleza sólida, sin arreglos de ninguna índole. Una belleza que no es de este mundo. Y si sonríe avasalla; y entre los hombres, con esa sonrisa tenue, desplegada con encanto, el cuadro de sumisión hacia ella se completa.

En la mañana, durante nuestras habituales caminatas por el parque, veía como las miradas de los transeúntes pasaban por encima de mí y se enfocaban en ella todo el tiempo. Minerva lo sabía. No tardaba en delatarse y dibujaba en su rostro una sonrisa de incontrovertible satisfacción. Igual ocurría con los saludos, a la hora de los encuentros imprevistos, con amigos comunes. Ella se quedaba con una inmensa carga de elogios. Y yo me resignaba a ese momentáneo socavón emocional y me convertía en una compañía silenciosa, abrumada, en discordia.

En paralelo al inmenso cariño que le tengo, ¿aflora acaso en mí algún destello de envidia? ¿Tengo deseos o anhelos que no puedo controlar? Entre amigas eso no está bien. Nada bien. Tomo distancia. No quiero albergar ese negro pensamiento en mi alma.

Necesitaba un baño existencial. Necesitaba comerme a dentelladas un pedazo de otra realidad. Vivir de manera simple. Mirar el cielo a pleno sol. ¿Qué hice? En la agencia de viajes compré un billete y me embarqué en un crucero, rumbo a las islas griegas… Decido soltarme a mi libertad, que el rumor del mar, durante el trayecto, toque lo más profundo de mi ser.

En el acogedor silencio del camarote organicé mis ideas. Necesitaba sanar. Había llegado el momento de entregarme a un ritmo de vida sin agobio, con más sosiego. Una mañana, mientras desayunaba de manera apacible, sentí sobre mí una mirada. Calculo y me percato que sobrepasa el tiempo límite al que estoy acostumbrada.

No era un hombre esta vez; y eso me produjo cierto alivio emocional. No hubo palabras entre nosotras, pero reconocí el acento de su mirada, como si la parte más oscura del Mar Muerto alimentara cada esmeralda de su rostro.

La mirada no era hostil. Descubro que hay un mensaje para mí. «Tienes que ser valiente». Quizá dijo eso. Tuve un instante de oscuridad. ¿Cuántos segundos? No sé. El mensaje se convirtió en el mayor secreto de mi vida.

El viaje terminó y quien regresaba de nuevo a la ciudad era otra. Sin miedos. Ahora soy una mujer menos soñadora. A mi regreso busqué a Minerva. Hablé con ella hasta que murió la tarde, pero no le conté nada de aquel extraño encuentro en el crucero. Y, con un beso y un abrazo de despedida, decido que me llevaré ese mensaje a la tumba, como si se tratara de un gran tesoro.



Rafael García Romero

Rafael García Romero. Novelista, ensayista, periodista. Tiene 18 libros publicados y es un escritor cuya trayectoria está marcada por una audaz singularidad narrativa, reconocido como uno de los pilares esenciales de la literatura dominicana contemporánea. Premio Nacional de Cuento Julio Vega Batlle, 2016.