El gallo cantó tres veces y de inmediato escuché los sollozos de mi madre. No era extraño que llorara de pavor. Cada vez que mi padre llegaba, no encontraba otra cosa mejor que golpear a todos los de la casa. Cada bofetón, una caída; cada insulto, un lamento. Pero ahora era distinto, solo se escuchaba a mi madre sollozando.
Siempre era así. Me acuerdo de la noche cuando no encontró nada más que romper y fue a buscarme al almacén, porque no até la mula donde a él le gustaba. Yo solo tenía ocho años de vida y como ochenta de temor. Al escucharlo me escondí entre los sacos de arroz. Empapado en sudor sentí los gorgojos subirme por los pies. Iba a salir, pero él rompió la puerta y volví a esconderme. Su resuello retumbaba las paredes. Apuñaleó casi todos los sacos buscándome, y yo en el centro. Y sí, se cansó, por suerte, porque ya el arroz humedecido me caía en los pies. Él se marchó. Mi madre lloraba, la pobre. Todos corrieron y mi hermana ahí, sin poder moverse. No pude llorar ni pedir ayuda y creo que tampoco pude moverme.
Casi al amanecer no había nadie alrededor de mí. Entonces vi una luz. La luz de una lámpara de gas. Era el espíritu de la abuela, quise correr y abrazarme a ella, pero el arroz, la humedad, los gorgojos, el olor a sangre y a orina me tenían tieso. La abuela se hincó sin quejarse de los achaques de la vejez como hacía cuando estaba viva. Colocó la lámpara en el suelo y me abrazó. Ella siempre me tranquilizaba, pero con esa luz en el rostro iluminándola desde abajo me daba la sensación de estar viendo a una de las brujas de los cuentos.
La abuela me agarró por los hombros. Tragué y vi el brillo de una lágrima deslizarse por su mejilla arrugada. “Te orinaste otra vez”. Bajé la cabeza. Quería correr, abrazar a mi madre, esconderla de mi padre. “Tranquilo”. Me desabrochó los tres botones que le quedaban a la camisa y sin saber de dónde, sacó un ungüento extraño y me embadurnó el pecho, la frente, la espalda y después me dijo: “Ve a la tina y lávate”. No quería estar como ella, pero tampoco quería que mi madre sollozara. Y entonces caminé hacia la luz.
Desde entonces ando como ella, en el limbo, cuidando a mi madre y a mi hermana de los golpes de mi padre. Apareciéndomele cuándo y dónde él menos se lo espera. Riendo en cada tormento y en el placer del espanto. Entre la verdad y la mentira. Para que deje de pegar.
El gallo cantó otra vez. Y mi madre no deja de llorar. ¿Por qué serán los gritos esta vez? Esperé golpes, reproches, insultos, vajillas en los aires, pisar trozos de algún electrodoméstico. Pero solo vi movimientos, sombras, mujeres llorando.
Salí por la cocina. Atravesé el patio y un perro me gruñó. Era cuestión de minutos que amaneciera. Mi padre estaba en la casa, pensé. Porque la camioneta estaba aparcada debajo del framboyán, casi llena de sacos de arroz y sus ayudantes cabizbajos esperaban alguna orden.
Pobre mamá, a pesar de las palizas lo seguía queriendo, pero ahora va a estar tranquila, porque él ya no estará para golpearla.
De mano de mi abuela busqué a mi padre. Lo vi al otro lado del framboyán. Alcancé a ver sus pies en el aire. Escuché a sus empleados comentar: “Pobre patrón, se dejó joder del romo y mira como terminó, viendo y hablando con muertos. ¿Lo bajamos?”. “Cállate y vamos a recoger el arroz que nos falta, ya vendrá la policía y lo bajarán”.
Cuando nos desvanecíamos ya los gallos no cantaban y el cuerpo de mi padre aún se veía colgado de una soga, tan pequeño como fue él en vida.