MANAGUA, Nicaragua. Estos días tan cercanos a la conmemoración de las fechas patrias de febrero en República Dominicana, resultan apropiados para recordar al comunicador Orlando Martínez, autor de la columna “Microscopio”, y quien fuera sacrificado de un disparo que destruyó su cerebro por órdenes expresas del enclave armado oficial de esos entonces, en un penumbroso tramo de la avenida José Contreras.
Orlando, ahora que recordamos un año más de su espantosa muerte, puede ser considerado como uno de los más acabados símbolos nacionales de lucha por los derechos de la gente.
Valiente y decidido, no temía enfrentar las situaciones más peligrosas porque su única obligación era con la verdad, la justicia y el destino de su pueblo.
Desconocía el miedo. Era una persona de carácter meditativo y de pocas palabras.
Sonreía a veces, aunque su sonrisa era sobria y discreta, vagamente alegre. Poseía una cultura excepcional y dedicaba muchas horas al estudio y la lectura. Amaba tanto la música de la Nueva Trova como la de los grandes maestros. Disfrutaba de los ritmos movidos y era un conocedor excepcional de las obras clásicas.
En sus conversaciones ofrecía sobradas evidencias de poseer un conocimiento tan dilatado como sorprendente. Leía de manera incansable textos de las más variadas disciplinas. Cuando hablaba de temas de su agrado, su rostro evidenciaba una gran satisfacción personal.
Disfrutaba compartir una botella de vino en un restaurante de rarísimo decorado como el ya desaparecido La Taverneta de la Ciudad Colonial, aquel rincón angosto e interminable cuyas paredes, revestidas de tela de saco, exhibían una infinita diversidad de botellas de bebidas espirituosas de todos los lugares del mundo.
Pese a su natural alegre e informal, era una de las personas más serias, serenas y profundas que he conocido. Conversé por primera vez con Orlando cuando cursaba la carrera de ciencias económicas en la Universidad Autónoma de Santo Domingo y fungía como primer director de una revista combativa que llevaba por nombre “Criterios y opiniones”, donde concurrían libérrimamente todas las corrientes ideológicas vigentes en esos tiempos tan difíciles como complejas.
Orlando me sorprendió al salir de una de las cátedras. Se me acercó y me preguntó si yo era la persona que buscaba tras mencionar mi nombre y el de la publicación de la que era el principal responsable.
Tomamos asiento en una de las cafeterías de la facultad y comenzó a cuestionarme en detalle sobre un nuevo sistema de gestión académica que se trataba de implementar en la universidad del Estado denominado “departamentalización”. Me pidió que le escribiera un detallado texto para la revista “Ahora”, la publicación de mayor trascendencia e importancia de cuantas hicieron historia en la lucha por los derechos del ciudadano en la República Dominicana.
Ya para esos entonces Orlando era el director ejecutivo de la revista que había sido creada por el doctor Rafael Molina Morillo y el doctor Luis Ramón Cordero, y cuyas instalaciones fueron reventadas con dinamita al principio de la insurrección de abril.
En esa ocasión varios miembros de su personal fueron fusilados al frente del edificio por uniformados que enfrentaban a los revolucionarios que habían protagonizado la gesta patriótica de abril del 1965. Orlando también publicaba su columna intitulada “Microscopio” de lunes a viernes en el periódico El Nacional, el más combativo tabloide de la tarde y que era esperada con ansiedad por seguidores y adversarios por la seriedad y gravedad de sus indagatorias y opiniones.
Orlando no titubeaba en decir las verdades más crudas y peligrosas y lo hacía incluso contra las advertencias del siempre preocupado propietario del medio, Molina Morillo, que estaba sometido a terribles y peligrosas presiones por sectores de poder.
Pese a los consejos que le formulaban amigos y seguidores, Orlando era un solitario que no parecía intimidarse ante un ambiente desbordado de amenazas, crímenes y riesgos de toda índole.
Uno de sus hermanos, Edmundo Martínez, de quien una vez se rumoró que realizaba indagatorias para castigar a los asesinos de su pariente, fue muerto en horas de la noche de manera salvaje y brutal en un apartamento que ocupaba frente al mar Caribe.