MANAGUA, Nicaragua. Cuando leí la noticia, me embargó una desconcertante tristeza. Pronuncié su nombre en silencio y una avalancha de recuerdos cruzó por mi mente, como los truenos y las aguas torrenciales que observamos a distancia, los días que transcurren en su apaciguada eternidad o esos momentos trascendentes e inolvidables que ya no volverán.
Conocí a Mario Terrero hace ya muchos años cuando ambos laborábamos para el periódico El Nacional. Yo era redactor de planta y de calle y él fotoperiodista. Cuando se nos ordenaba cubrir un evento el jefe de redacción designaba al fotógrafo que acompañaría al redactor.
Casi siempre escogía a Mario. Delgado, más bien alto, ojos claros y pelo rubio, corto. Se entregaba a su trabajo con auténtica pasión. Sus resultados eran siempre impecables.
Cuando empezamos a laborar juntos, apenas si hablábamos. Me di cuenta, porque me lo confesó, que le llamaba la atención el hecho de que yo no seguía el estilo clásico o tradicional en la elaboración de las noticias, la denominada “pirámide invertida” (escribir las particularidades de un evento ciñéndose a sus elementos esenciales, es decir, el qué, cómo, cuándo).
De forma subrepticia y con mucha sutileza introducía descripciones y observaciones que daban al texto un aire definitivamente literario. A los lectores parecía fascinarles esa ruptura con el periodismo tradicional.
Cuando era imperativo cubrir eventos de cierta envergadura (un temible huracán y su secuela de devastaciones, el desbordamiento feroz de uno de nuestros grandes ríos, las denuncias de envenenamiento por cianuro en una explotación minera, una conmovedora tragedia familiar, el recorrido de un candidato presidencial por una zona en la que no podían faltar las protestas) el jefe de redacción, Ramón A. Reyes, Radhamés Gómez o Bonaparte Gautreau nos señalaban indefectiblemente a Mario y a mí.
Ustedes dos, prepárense. Ese es el periodismo peligroso que les gusta. decían. Y añadían a título de advertencia: Aunque se encuentren con Satanás en una curva de la carretera.
Hechos, circunstancias, diálogos retornan a mi memoria con una intensidad triste y amarga. El amigo Mario Terrero nunca deja de estar presente. Aquella ocasión, por ejemplo, en la que estuvimos a punto de ser arrastrados y ahogados, con todo y vehículo, por una furiosa creciente del Yaque del Sur en la zona conocida como Jaquimeyes.
Recuerdo, asimismo, los disparos, las pedreas, los heridos y muertos durante las violencias desatadas en el 1984 en toda la República Dominicana cuando cubríamos la poblada desatada tras un nefasto acuerdo con el Fondo Monetario Internacional que arrojó decenas y decenas de muertos.
En una ocasión durante una campaña electoral, el vehículo en que nos movilizábamos fue casi destruido cuando la caravana encabezada por el doctor Balaguer cruzó por las calles de San Francisco de Macorís y fue atacada a balazos y pedradas.
Recuerdo los rostros feroces, las piedras y botellas que lanzaban los manifestantes, las intentonas por abrir las puertas del auto para agredirnos, pese a los letreros de “Prensa” con los que procurábamos advertirles.
No olvido aquella noche en la que nos vimos obligados a amanecer en un hotel de pueblo donde tenía lugar una violenta huelga antigubernamental y varios uniformados se presentaron en la administración requiriendo “a los periodistas” a los que identificaban como “comunistas disfrazados”.
El administrador, pese a su temor ante el requerimiento de una docena de hombres armados y de actitud feroz y agresiva, negó que nos hubiéramos hospedado en el sitio.
Son tantas las historias y los recuerdos. Al leer que ayer mismo Mario Terrero había fallecido, me embargó un dolor profundo y una tremenda tristeza.
Caramba, el buen amigo Mario, que nunca manifestó la más exigua manifestación de temor o preocupación en las muchas veces que nos vimos tan cerca de perder la vida.