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En las calles

Esperaba una guagua de la ruta 5-A en la acera de la calle Juan Sánchez Ramírez —entre la embajada de Haití y las oficinas de Falconbridge— cuando vi pasar un carro con un altavoz en el techo y a un conductor empeñado en el uso apropiado de la vía.

Daba consejos y recomendaba prudencia a una muchacha que se había tirado de la acera a la calzada sin el cuidado del caso.

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Un poco más allá, hacia la Máximo Gómez, recurrió de nuevo a su megáfono para aconsejar a un chofer del concho acerca de una maniobra imprudente.

Eran días del año 1980.

Fue el primer esfuerzo notable de un particular, visto por este escribidor, en la orientación del tráfico, acaso del uso correcto de un espacio público necesario, peligroso y de concurrencia masiva. Todavía las vías públicas no habían sido convertidas en tierra de nadie.

Algunos años después, tal vez 1997, topeté con otro esfuerzo orientador, menos masivo y directo por tratarse de un libro, pero impresionante también.

“En las calles el peligro habla”, de Rafael Acevedo Pérez, es, quizá, un acercamiento sociológico a nuestra inclinación a convertir la vía pública en un espacio terrorífico.

Cuando estaba en sexto curso de primaria en la escuela Manuela Diez Jiménez, en El Seibo, la profesora Silvia Peguero (sea para su justificación en el Paraíso) ponía un empeño particular en urbanizar a sus estudiantes.

Cortesía, decencia, corrección, sencillez y respeto fueron consejos suyos anotados en el cuaderno y conservados durante años por un muchacho que aspiraba un día a vivir, así fuera bajo la condición de estudiante, en una gran ciudad como la Capital sin llegar a ser notable por estas carencias.

¿Cómo hemos llegado a lo que tenemos hoy en las calles de la Capital, Santiago, San Pedro de Macorís, La Romana, Baní, en las carreteras, en calles y avenidas de pueblitos como Hato Mayor o Haina?

La construcción de soluciones modernas y costosas para el tráfico de vehículos no ha resuelto ni va a resolver nada si, como sospecho, los espacios públicos han venido a ser la letrina donde proyectamos lo que tenemos en la cabeza.

Si no hubieran muerto cuando tenían que hacerlo, aquel quijote de los consejos a los transeúntes (coronel Sánchez le decían) y mi profesora del sexto curso, vivirían acaso aterrorizados en alguna montaña.

Rafael Acevedo Pérez, autor del libro mencionado, vive y ha de vivir mucho todavía, pero acaso ha conseguido acorazarse en la Providencia y en las teorías sociológicas que todo —si no alcanzan a explicarlo— lo justifican.

Nosotros, en cambio, la gente simple, los que sufrimos y carecemos, ¿cómo vamos a salir de esta? Si lo que ocurre en las calles es reflejo de nuestra cultura, o es de ella parte notable, nos esperan largas y duras jornadas para alcanzar un nivel satisfactorio de civilización.

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