Si el amor es algo que se siente por un ser que con su sola presencia, o con su simple evocación, nos provoca alegría, felicidad y bienestar, puedo entonces confesar que conozco el amor.
Y que amé, y aún amo, a Blanca Kais Barinas, pues ella supo producirme ese glorioso trinomio sentimental en mi niñez.
Blanquita era de San Cristóbal. Su padre y el mío también. Ellos eran buenos amigos, y ambos habían ido a vivir, desde jóvenes, a Hato Mayor, mi patria chica. Yo había conocido a don Matías, padre de Blanquita, porque el mío solía llevarme de visita a su casa ubicada en un hermoso cacaotal allá en su finca de “El Cercado”.
El señor Barinas, siempre afable y muy caballeroso, me brindaba frutas y jugos sabrosísimos de su finca. Y… muchacho al fin, por eso me gustaba visitarlo.
Pero un domingo en la mañana llegamos cabalgando mi padre y yo. En la puerta de la casa de don Matías encontré una diosa de cuya existencia no tenía la más mínima idea.
Una muchacha bella, esbelta, sonriente, de mirada fija e inteligente, de pelo castaño, brilloso y suelto, la cual, para mi sorpresa, me saludó por mi nombre como si me conociera. El efecto no se hizo esperar: me aloqué al instante, y jamás me despegué emocionalmente de ella.
Al final de esa visita, convencí a su padre de que le diera permiso para que se fuera con nosotros al pueblo donde mis hermanas mayores se encargarían de darle buena compañía y de llevarla al cine o a bailar con sus amigos.
Él obtemperó. Mas, quien le dio la mayor compañía fui yo, pues me pasé la semana deslumbrado por la belleza y la ternura de aquella Nereida que parecía llegada para proteger a este “marinero en tierra” no se sabe de cuál posible naufragio. A partir de entonces, y pese a que ella vivía en la capital, todas sus vacaciones eran en mi casa.
Blanquita fue una poetisa eximia, autora de obras como “Las manos del tiempo” y “Giro azul”.
Escribió cuentos notables, como “El Compromiso” y otros más. En lo personal, fue motivadora por excelencia, no solo de sus padres y hermanos, sino, además, de Agustín Perozo, perseguido perenne de la Era, quien fuera su novio y luego su esposo; fue inspiración para sus hijos, y, debo decirlo, para mí también, pues siempre fui sumamente dependiente de ella en el plano emocional. Imagínense, ella era mi “amor platónico”, teniendo 16 años de edad mientras yo apenas tenía ocho.
Blanquita era una virtuosa cuya vida fue prédica perenne en aras del estudio, de la cultura y de los más excelsos valores, todo ello fraguado con la argamasa del ejemplo.
Su norte fue amalgama de arte y de constante superación. Tal era la esencia que inculcó desde siempre en derredor.
Hija abnegada, hermana incondicional, esposa leal y madre amorosa, amiga confiable en las buenas y en las malas, Blanca Kais fue siempre un faro de luz que orientó lealmente a todo quien hubo de necesitarle.
Hoy que la recordamos y la sabemos al lado del Padre Celestial, que es justo el lugar de los justos, sus familiares biológicos y del alma, así como sus más entrañables amigos y allegados, debiéramos comprometernos en continuar con esmero la misión de enseñanza, de solidaridad, de comprensión, de amor, de responsabilidad y de dominicanidad que ella cumpliera con creces aquí en la tierra.