SANTO DOMINGO.– «Ese es el que caminaba por aquí. Siempre andaba con unos pantalones azules y gorra, medio barrigón. Bebía cerveza y andaba siempre por ahí con los ‘limpiaboticas’, porque a él le gustaban los tigeritos (jovencitos)».
En una zona descuidada del malecón de Santo Domingo, Tony, un taxista retirado, me cuenta cómo recuerda a Jozef Wesolowski, quien fuera el nuncio vaticano en República Dominicana entre 2008 y 2013, mientras conversa con sus amigos Luis y Edward, dos hombres que aparcan y limpian autos en el área.
Para quienes, como ellos, tratan de buscarse la vida en ese paseo marítimo con vistas privilegiadas al mar Caribe, el sacerdote polaco que este sábado debía empezar a ser juzgado en el Vaticano por supuesto abuso de menores y posesión de pornografía infantil era una figura familiar.
Entre quienes se atreven a hablar en el malecón, todos parecen tener algo que decir de la controvertida figura del exarzobispo, aunque por la repercusión mediática del caso es difícil discernir qué fue lo que realmente vieron y oyeron de manera directa y qué han visto en la televisión o les ha llegado por el boca a boca.
«Práctica común»
Tony y sus amigos me aseguran que solían ver a Wesolowski paseando por el malecón, tomando cerveza en un kiosko playero o subiendo al monumento de Montesinos, una gigantesca estatua de piedra ennegrecida dedicada a un fraile español que alzó la voz contra los abusos de los conquistadores a los indígenas.
Allí, según denuncias hechas a la fiscalía dominicana por presuntas víctimas o sus familiares, el hombre al que conocían como Giuseppe» o «el italiano» por su marcado acento italiano al hablar español, buscaba a menores.
Después, los hacía bajar a la playa o los llevaba a la estatua de Montesinos donde, según esos mismos relatos, los hacía desde bañarse desnudos en el mar o masturbarse delante de él, hasta mantener relaciones sexuales.
«Por allá arriba había limpiabotas que salían con él y les daba cuartos (monedas) para comprar zapatos», me dice Tony.
«Les daba cuartos para comprarse ropa y él se los llevaba para allá, para Juan Dolio, una casa villa que él tenía para allá», añade señalando en dirección al faro un vendedor de CDs al que llaman Moreno, que se apunta a la conversación.
El hombre se refiere a un episodio que también fue relatado en televisión por uno de esos menores en el que contaba como, en ocasiones, el sacerdote se llevaba a cinco o seis jóvenes en un auto hasta una casa donde tenía relaciones con ellos y los grababa.
«Ellos se montaban en el vehículo porque querían. Se ponían contentos cuando venía el sacerdote. Los seducía con sus cuartos», apunta Luis, uno de los parqueadores.
Lo que todos reconocen sin pestañear es que la práctica de la que se acusa a Wesolowski –hombres extranjeros procurando niños y jóvenes pobres – es algo común en este paseo marítimo y en otras zonas turísticas de Santo Domingo.
Acá, en el malecón, conviven ostentosos hoteles y casinos de cadenas internacionales y modernos restaurantes de playa, con lugares descuidados y llenos de basura donde decenas de personas tratan de sobrevivir.
«Un hombre bueno»
En una de esas zonas descuidadas del paseo me encuentro con Pablito, un niño de unos 13 años.
Despeinado, con una camiseta azul un par de tallas más grande que la suya y unas pantalonetas moradas agujereadas, Pablito se presenta descalzo, pidiendo algo para comer.
Me dice que está tratando de comprar arroz y yuca que le falta para cocinar junto con el grupo de amigos con el que convive en el malecón.
La actitud del niño, directo y confiado, cambia completamente cuando le muestro una foto del exnuncio polaco y le pregunto si lo conocía.
«Yo nunca hablé con él», me dice en voz baja y entrecortada, «pero él era un hombre bueno».
Inmediatamente después, y, como tratando de justificarse, lamenta que si su padre le llevara al colegio, él no tendría que buscarse la vida en el malecón.
Sin embargo, esa visión de Wesolowski como un hombre bueno cambia completamente cuando llegamos al banco de concreto sobre el que conversan los amigos de Pablito, la mayoría indigentes, que esperan la llegada de otros compañeros que salieron a buscar comida.
«Tú ves a niños en esas condiciones», me dice quien parece el líder del grupo, Carlos Antonio Mendoza, apuntando a Pablito, «y si una persona lo quiere usar a nivel sexual, le puede ofrecer cualquier cosa. Toma, tómate un helado, cien pesos… lo que sea».
Mendoza -43 años, los últimos ocho viviendo en el malecón desde que lo deportaron de Estados Unidos- me asegura que él también vio pasar por allí a Wesolowski «seduciendo a los niños».
«No dio un buen ejemplo. Y muchas personas se alegrarán de la condena, mayormente los familiares de los niños».
Wesolowski, de 66 años, ya fue juzgado con base en el derecho canónico, el ordenamiento jurídico propio de la Iglesia católica, y fue condenado a la pena máxima otorgada a un prelado.
Por esa razón perdió su condición de presbítero y el juicio que debía comenzar este 11 de julio (pero que fue aplazado debido al estado de salud del exnuncio) es para determinar su pena en el tribunal civil del Vaticano.
Una condena, esperan todos en este sector del malecón dominicano, que implique para el exnuncio pasar el resto de su vida en una prisión.