Los empresarios en disfrute de sus derechos civiles tienen toda la facultad, como cualquier ciudadano, para formar parte del gobierno, dirigir, guiar instituciones públicas, inscribirse y aspirar a un asiento en los organismos de dirección del partido y diseñar proyectos de poder para hacerse presidenciables.
No pocos piensan –desde su ardoroso prejuicio de politicastros fracasados- que los empresarios sienten una gran fascinación por estar en el centro de las decisiones del poder público para lucrarse sirviendo con la cuchara grande al engorde de su propio patrimonio.
Prefieren no creer que hay personas en la empresa privada con fervor patriótico, alto sentido de identidad con los intereses de la nación y vocación de mártires para abandonar el escritorio al que le llegan jugosos dividendos a cambio de “un carguito”.
No los consideran bien intencionados cuando renuncian a esta condición para sacrificarse por un sueldito, trabajar 15 horas al día y hasta pagar el precio del descrédito y de las campañas malsanas articuladas por sujetos envidiosos, amargados y difamadores.
Los empresarios –partidistas o no- son ciudadanos útiles, idóneos para la gestión de la cosa pública. Ojalá sean cada vez más numerosos, siempre que asuman sus funciones con criterios éticos, pulcros, transparentes.
Lo contrario (ir al Estado a negociar, a crear empresas para competir deslealmente, con abuso de posición dominante, atropello y pisoteo de la ley) es una de las peores desgracias que puede sufrir un gobierno y constituye un deplorable irrespeto a los votantes.
Me ha tocado servir en instituciones estatales dirigidas por empresarios y puedo dar testimonio de su buena fe, del valor agregado que representan y del prestigio que inyectan a la gestión pública trabajando bajo un esquema de administración por objetivos y defendiendo con fiereza, pero sin aspavientos ni “autobombo” los activos tangibles e intangibles del Estado.
Lógicamente, así como hay políticos rapiñosos existen empresarios de la misma ralea.
La historia de los últimos 40 años nos muestra hechos emblemáticos en que gente de negocios en el gobierno ha sido piedra de escándalo, talón de Aquiles y foco de crisis de reputación.
Hay otra categoría que no debemos obviar: los políticos enganchados a empresarios que en la administración pública han representado el despeñadero moral.