Agitar la bandera de la reforma judicial suele despertar un cierto sentido épico en quienes lo hacen, en quienes los ven y en quienes acuden al llamado.
El concepto se identifica con grandes y profundas transformaciones, destinadas a refundar al Poder Judicial y, con él, a uno de los sostenes de la república.
Entiendo ese sentimiento, en buena medida porque lo he hecho mío en ocasiones. Comparto la idea de que la reforma judicial requiere de grandes impulsos. Pero mi experiencia como usuario y auxiliar del sistema me han vuelto desconfiado de toda visión que solo atiende a los grandes esfuerzos y olvida la importancia de las pequeñas cosas.
Nada de lo que digo en esta nota es nuevo. Lo han dicho antes otros, incluso yo mismo. Pero es necesario recalcarlo cada vez que sea posible para evitar que se pierda en el ruido de este debate.
No debe olvidarse nunca que la confianza de la ciudadanía en la justicia está íntimamente ligada a la capacidad de esta de solucionar conflictos concretos. Creo que de poco serviría una justicia que tenga resultados satisfactorios en los grandes casos si no es capaz de aliviarle a los ciudadanos la carga de una convivencia imperfecta.
Pero aun si decidimos concentrarnos en el buen funcionamiento del sistema de cara a sus actores, hay mucho que puede hacerse al margen de las grandes reformas que tanto nos emocionan. Para hacer el sistema más fluido y efectivo es necesario, por ejemplo, disminuir al mínimo la diversidad de reglas con las que operan las secretarías de los tribunales.
Los palacios de justicia son inhóspitos para sus visitantes y para el propio personal que labora en ellos. La falta de condiciones para trabajar dificulta enormemente la impartición de justicia. Pero, además, cimenta en los ciudadanos comunes y corrientes que el sistema de justicia es incómodo, ineficiente y ajeno a sus necesidades.
El caso paradigmático es el de las víctimas, que saben que proseguir una causa penal puede implicar serias incomodidades e inconvenientes que bien podrían evitarse con un mínimo de atención a la condición humana de quienes acuden al sistema.
Finalmente, creo hablar por muchos abogados cuando ruego por la eliminación de la toga y el birrete. O por lo menos del birrete. Quienes hayan tenido que vestirlos en salas de audiencias repletas y candentes saben por qué lo digo.