Vamos a acercarnos al ensayo más reciente del filósofo de origen surcoreano, pero de formación filosófica, habla, escritura y agudeza alemanas, Byung-Chul Han (1959), titulado ‘Vida contemplativa.
Elogio de la inactividad’ (Taurus, Madrid, 2023). De entrada, parecería harto paradójico que un pensador y catedrático tan activo, un autor tan prolífico esté haciendo un llamado a favor de la inactividad, que equivale a exaltar en nosotros nuestra capacidad contemplativa.
¿Se trata de un mero elogio de la inactividad como sinónimo de pasividad? ¿O se trata, más bien, del trazado de una política y una ética que valoran la recuperación de la vida contemplativa en un mundo sometido brutalmente a la actividad como sinónimo de rendimiento laboral y de autoexplotación a consecuencia de la eficacia productiva, la digitalización cretinizante y el consumismo de la caducidad u obsolescencia programadas y la cultura del desecho, el ecocidio y la pérdida progresiva de los vínculos humanos fundacionales?
Yerran de cuajo quienes ven en esta reflexión de Han un llamado absurdo a cruzarse de brazos y merodear en el no hacer nada como equivalentes de la inactividad y la actitud contemplativa que profesa el filósofo. Muy por el contrario, lo que fundamenta su política de la contemplación es la procura de una tensión activa, es decir, crítica, reflexiva, cuestionadora de cualquier actitud, en el sujeto de la hipermodernidad, que suprima, en su vida cotidiana, las presiones que lo disciplinan o lo amaestran, para que sea un ‘animal laborans’, un individuo alienado en la dinámica del trabajo y la renta, un miembro del rebaño de la política y la economía neoliberales.
La ética de la inactividad que elogia el pensador neonietzscheano en este ensayo se emparenta a la que deduce de su maestro inspirador Martin Heidegger como ‘ética del recato’, a partir de la lectura de los ‘Diálogos en los caminos del campo’ (1944-1945), que, desde la valoración del lenguaje poético en Hölderlin, hace del no-hacer, en un determinado contexto, algo más poderoso que todo lo hecho y producido.
Remite a la convicción de que, aun cuando actuar parecería lo indicado en un específico momento, no hacerlo resultaría más fructífero y espiritualmente más enriquecedor.
La aceleración tecnológica propia de la era digital, el afán banal de lucro, la propensión desmesurada al consumo y los presupuestos operacionales de la sociedad de rendimiento nos someten a un activismo vital delirante que nos aleja de la contemplación, de la sorpresa del asombro ante lo que nos rodea y nos aniquila, no solo el ocio -que por etimología se opone al negocio-, sino que además nos empuja a una existencia espiritualmente deficitaria, a una degradación del ser.
El pensador nos invita a redescubrir el sentido auténtico de las celebraciones, de las fiestas, del significado profundo y liberador del lenguaje de la alabanza y de la poesía como dimensión elevada de la condición de existir, meditar, vivir.
En la medida en que estas actividades de la vida contemplativa, como parte del ‘ethos de la inactividad’, se oponen a los estilos de vida que irracionalmente nos imponen el animal económico, el animal narcisista, el sujeto cibernético alienado en la pantalla y los artefactos, dispositivos o plataformas como totalidad existencial, hundido en el ruido de la comunicación basada en la mera información, entonces podremos ir retornando al misterio de la naturaleza y al sentido profundo, liberador y contemplativamente intenso de la existencia.
Es que, en palabras de Han: “Solo la inactividad nos inicia en el misterio de la vida” (p.33). Por ello, la política de la inactividad tiene como finalidad ulterior, como objetivo último la reconciliación prístina entre el ser humano y la naturaleza. Continuará.