Juval Harari, leído más allá de la ficción, mitifica el estatuto de la ciencia en un culto que, de paso, beatifica a los gigantes tecnológicos, especialmente a Facebook.
Recuerda a Francis Bacon en su “Novum organum” (1620), cuando siembra la sentencia “saber es poder”.
La nueva cultura ‘online’ escamotea ese principio al traducirlo por “información es poder”, cuando, en realidad, es el poder mismo que se disfraza de información, preservando, aunque metamorfoseado, el eje de la relación entre saber y poder.
La revolución científica, que tuvo por base descubrir nuestra propia ignorancia, ha sido marcada por dos procesos históricos relevantes: el lanzamiento de prueba de la primera bomba atómica, en Alamogordo, Nuevo México, a las 5:30 de la mañana del 16 de julio de 1945, y el alunizaje del Apolo 11, el 20 de julio de 1969.
De acuerdo con el pensador israelí, esta revolución científica se afianzará en dos bases, a saber, los imperios europeos y la economía del capitalismo. Hay que recordar a Harari que también el comunismo envió cohetes al espacio y que hoy, desgastado y moribundo, se pavonea con la posesión de ojivas nucleares. Contradictoriamente, da cuenta de que la investigación científica solo puede florecer abonada por alguna religión o ideología.
“La ideología justifica los costes de la investigación. A cambio, la ideología influye sobre las prioridades científicas y determina qué hacer con los descubrimientos” (p. 303). Aquí se invierte, a favor de Foucault, la máxima de Bacon y deriva en poder genera saber.
Algunos críticos endilgan pesimismo a ciertas posturas de Harari. Considero, más bien, que es un escéptico y una dosis de escepticismo o sospecha siempre viene bien, en términos nietzscheanos, al pensamiento crítico. Lo preocupante es que sea escéptico con la ética, único dique de contención moral a posibles desmanes de la ciencia, la biotecnología y la infotecnología. Amargamente afirma: “La historia de la ética es un triste relato de ideales maravillosos que nadie cumple” (p. 384). El “Homo sapiens” procura transgredir sus propios límites. Quiere ser su propio dios.
Un demiurgo que reemplaza las leyes de la selección natural por las leyes de la inteligencia artificial (IA). Son, a su pesar, preceptos éticos los que contienen a la ingeniería genética y su meta de regenerar o crear vida.
Hemos viajado desde los seres biológicos a los biónicos (cíborgs) y de estos a los seres completamente inorgánicos, es decir, aquellos como programas y virus informáticos “que pueden experimentar una evolución independiente” (p.435), dice el pensador.
Si bien ha habido progresos de la ciencia, la política, la economía, las nuevas tecnologías robótica y energética, la nanotecnología, la calidad de la vida cotidiana y el apogeo del medio digital, no lo es menos el hecho de que se ha fracasado en proveer satisfacción a la mayoría de los seres humanos y en hallar felicidad como parte esencial del sentido de la vida y de que sea el mundo un lugar mejor para todos.
Una ilusión, en cambio, se contrapone al abismo al que se enrumba la humanidad, según Harari. Se trata de dar respuesta a la búsqueda incesante de mayor felicidad en la vida. Medir la Felicidad Interior Bruta (FIB) en vez del Producto Interior Bruto (PIB) como indicador de progreso podría ser más humano, cooperador y equitativo.
Los adelantos tecnológicos y el giro digital nos fuerzan a la tarea de repensar aspectos como la privacidad, la identidad y el estatuto de la ciencia. Pero también, debemos repensar el ser humano, el Estado, la cultura y el futuro del mundo. De la lucha contra la ignorancia está preñado el viaje de animales a dioses.