Hace dos días se conmemoró el cincuenta aniversario del golpe de Estado a Salvador Allende. Ese 11 de septiembre de 1973, los militares chilenos bombardearon y asaltaron el Palacio de la Moneda, sede del Poder Ejecutivo.
En su interior estaba Allende, presidente democráticamente electo, quien no saldría con vida del suceso.
Todavía hoy, superada la Guerra Fría, algunos intentan justificar ese asalto a la democracia y la institucionalidad chilena. Lo hacen “argumentando” la inaceptable, para ellos, línea de izquierda del gobierno de la Unidad Popular. Quienes esto dicen olvidan que la decisión de cambiar al gobierno de Chile sólo podía residir en el pueblo chileno manifestado en las urnas.
La brutal represión que siguió al golpe de Estado es muestra incontrovertible de que el designio de los golpistas y sus compañeros de camino no era la democracia.
El caso chileno es ejemplo paradigmático de cómo los valores democráticos deben ser nuestra guía más allá de nuestro desacuerdo ideológico con quienes piensan o actúan distinto. Sólo en democracia pueden convivir pacíficamente personas con ideologías radicalmente distanciadas.
Y como es imposible evitar esas diferencias de opinión, el resultado es que la democracia es la mejor apuesta para la libertad personal y colectiva.
Los gobiernos autoritarios no se distinguen precisamente por sus ideologías políticas. Los hay de todo tipo. Pinochet convivió con Castro: ambos negaron a sus pueblos el derecho a la autodeterminación. Lo mismo hizo Trujillo con nosotros, y lo hace hoy Ortega con los nicaragüenses.
De nada sirve para los demócratas, sean de izquierda, derecha o centro, concentrarse en el narcisismo de las pequeñas diferencias del que hablaba Freud.
El proyecto común debe ser siempre preservar y fortalecer el sistema democrático, a pesar de las diferencias. O, incluso, precisamente por ellas.
La violencia política es contraria a los valores democráticos, y los daña incluso cuando no alcanza su objetivo inmediato. De ahí que se imponga rechazar los cantos de sirena que, desde cualquier latitud, quieran hacer estrellarse al barco de la democracia en las rocas de la violencia política.
Esta lección, recurrentemente olvidada, cuesta mucho para volver a ser aprendida. Tengámoslo siempre en cuenta.